Por Daniela Bluth, David Pérez, Martín Tocar.
El fin de la Segunda Guerra Mundial supuso la liberación de los campos de concentración; y eso, la revelación de un infierno sobre la Tierra. Tres protagonistas lo cuentan.
Hace 70 años, el uruguayo Francisco Balkanyi (86) sobrevivía al horror de Auschwitz; robó cáscaras de papa para comer y debió taparse con cadáveres para no morir congelado. No hay día en que Isaac Borojovich (87) no rememore, en su casa de Pocitos, el horror sufrido y el recuerdo de ver a su hermana menor, Itele, de solo seis años, arrancada de los brazos de su madre por las tropas nazis. Para Basia Taube (89), el poder conservar algo de su cabellera rubia en el campo de concentración, fue el único vestigio que quedaba de su vida anterior en Lodz, Polonia, de que era un ser humano, de su dignidad.
Hace 70 años, con la capitulación de la Alemania nazi, culminaba la Segunda Guerra Mundial en Europa. Entre abril y mayo fueron liberados la mayoría de los campos de concentración y exterminio del régimen. La mayor masacre de la historia —que incluyó la muerte de seis millones de judíos; el Holocausto— salía a la luz. Pero no fueron monstruos sino hombres los responsables de ese horror. Y hubo otros hombres y mujeres, los sobrevivientes, quienes se convirtieron en portavoces de una historia para no olvidar.
186650.
«En ocho meses pasé de pesar 80 kilos a 42. Era piel y hueso. Si mi liberación hubiese sido 15 días después no sobrevivía», cuenta Francisco Balkanyi desde San Pablo, Brasil, donde vive. El 2 de mayo de 1944, había llegado a Auschwitz, el mayor campo de concentración de los nazis, junto a sus padres en un tren que transportó prisioneros preseleccionados para trabajo forzado. Su complexión física le permitió esquivar la suerte de sus abuelos maternos, derivados de inmediato al crematorio. «Enseguida que llegué me grabaron en uno de mis brazos el número 186650, que hasta el día de hoy llevo con orgullo. Desde ese momento pasó a ser mi nombre, mi identidad».
La voz de Balkanyi es una mezcla de acentos. Es el único caso conocido de un nacido en Uruguay que sobrevivió a Auschwitz. Nació en Montevideo el 3 de octubre de 1928. Fue el único hijo de Luis Balkanyi y Eta Rosenberg, inmigrantes húngaros judíos que decidieron volver a Europa, a Yugoslavia, temerosos de que la crisis mundial de 1929 también azotara esas costas, cuando el pequeño aún no tenía dos años. La familia se instaló en Cakovec, hoy Croacia. Pronto sus padres pudieron dedicarse a los negocios familiares: librería y gráficos. Pero los vientos que comenzaron a soplar en Europa se tornaron amenazadores. El fascismo se propagó a un ritmo feroz y se pensó en volver al Río de la Plata. Ante la inminente invasión alemana a Europa Central, los padres de Francisco intentaron sin éxito, revalidar la ciudadanía uruguaya. Aquí, la dictadura de Gabriel Terra puso todos los obstáculos diplomáticos a esas intenciones.
En 1940, Hungría se unió a las potencias del Eje. En menos de un año invadió el Norte de Yugoslavia con respaldo germano. «Los alemanes encomendaron a los fascistas húngaros tomar diez judíos de rehenes. Nos encerraron en la sinagoga de Cakovec y nos obligaron a hacer una lista con los nombres de todos los judíos de la ciudad». Los nazis comenzaron a apoderarse de sus bienes familiares y de su dignidad. En 1944, con Hungría ya ocupada por Alemania, la persecución se agudizó. Francisco tuvo el triste honor de ser parte del primer tren con destino Auschwitz desde ese país.
El joven debió trabajar en la construcción de una fábrica de productos químicos, cargando pesos de 50 kilos. Pronto se debilitó y vivir dejó paso a sobrevivir. «En la noche esquivaba al guardia e iba a la cocina para robar cáscaras de las papas que los nazis tiraban a la basura. Mi madre lavaba los platos con un agua que tenía más verduras que la sopa que nos daban». Perder peso le salvó la vida ya que fue enviado a trabajar en un plantío de cebollas. «Los dos meses que trabajé ahí me permitieron sobrevivir. Plantaba una y me comía otra. Nos vigilaba un prisionero que gozaba de algunos privilegios y que no le interesaba apuntarnos».
El avance soviético empujó a los alemanes a retirarse de Polonia y a evacuar los campos de concentración y exterminio. Eran las llamadas marchas de la muerte. «El 28 de enero de 1945 los sobrevivientes partimos junto a un grupo de nazis en la época más fría del invierno. Caminamos 24 horas de Auschwitz a Katowice. Ahí nos metieron en vagones abiertos. Viajamos una semana como ganado. Me tuve que tapar con cadáveres congelados para no morirme de frío. De 200 judíos que habremos entrado, solo unos 20 llegamos vivos a Alemania».
Llegó al campo de Buchenwald con los nazis casi en desbandada. La liberación ocurrió el 11 de abril de 1945 cuando el ejército de Estados Unidos ocupó el sitio. En mayo, Francisco se reencontró con sus padres en Cakovec; fue una de las pocas familias que sobrevivió entera a Auschwitz.
Esta vez, las autoridades uruguayas no pusieron ningún problema. Un tío de Francisco que vivía en Artigas realizó el trámite. Volvió a Montevideo en 1948 y tres años después conocería a Rita Murnik, futura esposa y madre de sus tres hijos, todos uruguayos. Tuvo dos fábricas de ropa y se dedicó al cuero. Pero en los 60, cuando amenazaban vientos totalitarios en el país, se mudó a San Pablo. «La dictadura militar es, ideológica y filosóficamente, muy similar al fascismo. No quería pasar otra vez por campos de concentración ni por todo lo que pasé durante la Segunda Guerra Mundial». Y así lo hizo.
Narrar.
Los recuerdos de Isaac Borojovich son muchos, desordenados y cargados de angustia y orgullo; guetos, campos de concentración, bosques helados, barracones hediondos, hambre y dolor. «Hasta hoy tengo pesadillas. Mi esposa dice que me muevo y grito. Y debe deser cierto». Le gusta contar sus peripecias y lo hace cada vez que puede. «En Uruguay la historia del Holocausto se empezó a conocer a partir del caso de Ana Vinocur (también sobreviviente, fallecida en 2006). Antes se sabía muy poco, nadie preguntaba nada. Por eso prefiero ir adonde hay jóvenes y niños».
Isaac acaba de regresar de un viaje a Bergen-Belsen, el tercero desde el fin de la guerra. En ese campo, hace 70 años, el 15 de abril de 1945, vivió la liberación del régimen nazi. Esta vez también hizo de protagonista para Menazka («La cacerola»), dirigida por el catalán David Serrano Blanquer, autor del libro Isaac Borojovich y la memoria uruguaya de la Shoá (Trilce, 2013).
«Soy más fuerte que cualquiera de los que no han sufrido, que se ahogan en un vaso de agua», dice sobre las huellas en su alma. «Cualquier persona en mi situación sabe diferenciar qué importa y qué no. Me adapto a todo. Eso sí, soy gritón, demasiado, pero al rato se me pasa. Exploto. Quizá porque dentro mío siempre hay recuerdos».
Isaac nació el 15 de agosto de 1927 en Svir, Polonia. Su padre, Israel Zlotejablko, era un comerciante que trabajaba la fruta y el cuero. «Cuando vino la guerra mi padre bajó muchísimo su fuerza. Yo tuve que encargarme de traer la comida a casa. Y para eso me tenía que escapar. Me escapaba 20 veces igual». De las 30 personas de su familia sólo sobrevivieron a la guerra él y su madre, Sprintze Buskaniec. Siempre fue consciente de lo que vivía: solo pensaba en sobrevivir y en aportar a los suyos. «Cuando mi pueblo se transformó en un gueto conseguí trabajo en una cantina de alemanes. Yo cortaba leña y traía las sobras a casa».
Entre 1942 y 1944 Isaac pasó por dos guetos —Michaliszki y Vilna— y seis campos de concentración: Viivikonna, Vaivara, Ereda, Stutthof, Dormettingen y, finalmente, Bergen-Belsen. Él siempre tuvo claro que para sobrevivir había que conjugar fortaleza y astucia. En los guetos se volvió experto en lustrar botas militares de los alemanes usando cepillo y franela, sin pomada. «En una oportunidad, en Vaivara (Estonia), salvé mi vida escondiéndome en un pozo negro. Una noche nos hicieron formar en una de las plazas. Me imaginé que nada bueno podía pasar. Le dije a mi padre: Me quiero escapar. Y él me respondió que me iban a matar. Mi mamá, que me apoyaba siempre, me dijo: ‘Hacé lo que te diga tu corazón’. Me escapé y me metí hasta un pozo negro que había cerca. Estuve cuatro o cinco horas sumergido hasta los ojos pero con los brazos hacia arriba, para no hundirme. Cuando sentí que ya no había barullo, salí. Y vi que a todos los niños de mi edad se los habían llevado». Sufrió fiebre tifoidea, pero siguió vivo.
Isaac apeló a todos sus recursos para sobrevivir al invierno sin comida ni abrigo. «Una noche, en Ereda, debí dormir a la intemperie con 23 o 24 grados bajo cero. ¿Cómo no me congelé? De niño tenía un librito que decía que los esquimales para protegerse del frío hacen un pozo en la nieve y se tapan con ella. Lo hice y fui de los pocos que no se congelaron». Aquí vio a su hermana por última vez, partiendo en un camión hacia —lo supo luego— Auschwitz. En Bergen-Belsen, un recluso veterano le advirtió que allí nadie sobrevivía más de dos o tres semanas. Isaac superó los cuatro meses. «Allá nos acostábamos en el piso 20 o 30 personas y la mitad no se levantaba. No mataban a nadie, pero al parecer nos envenenaban la comida con vidrio molido. Cuando entraron las fuerzas inglesas había 15 mil cadáveres tirados por todos lados».
Seis días antes de la liberación vieron que estaban arribando mujeres a ese campo. «Me acerco hasta los alambrados y ahí aparece mi madre. Hacía más de un año que no nos veíamos. Ella no me reconoció, estaba muy flaco, pero yo sí a ella. Y cuando nos liberaron yo buscaba ropa, comida y a mi mamá. A los tres días no pude más: me quedé tirado en una de las calles del campo. Pero ella me encontró. Yo le dije: Menos mal que te encontré antes de morir, te quería ver. Un médico que me revisó dijo que clínicamente tenía que estar muerto. Tenía disentería pero también mucha voluntad, por eso sobreviví».
Isaac quería ir a Israel, pero su madre prefirió Uruguay donde ella tenía dos hermanos. Previa estadía en París, llegó a Montevideo en setiembre de 1946. Aquí lo recibió su tío Mauricio, quien le consiguió su primer trabajo: vendedor puerta a puerta. «No sabía nada del país, pero era un paraíso. Cuando yo golpeaba, la gente me llamaba el francesito y me decía: Mirá, no necesito nada, pero para ayudarte te compro igual. Así vendí de todo». En 1952, su madre se volvió a casar con un letón inmigrante llamado Aron Borojovich, de quien Isaac tomó el apellido por agradecimiento. Él, a su vez, conoció a su actual esposa, Raquel Hecht, en 1960. Tienen cuatro hijos y van por los cinco nietos. Junto a su cuñado Jacobo, en 1966 abrió un negocio de electrodomésticos; hoy está jubilado.
«Estoy agradecido a Uruguay por todo lo que me dio. Aunque a veces siento bronca de que mucha gente no nos comprende. La mayoría cree muy poco de lo que pasó en el Holocausto. Yo mismo no puedo creer todo lo que he aguantado, entonces, ¿qué puedo pretender de alguien que ni me conoce? Es muy difícil. Por eso hay que demostrarlo, ¿y quién lo hace? Yo, un sobreviviente cuando habla y cuenta la historia».
Una persona.
El día en que los alemanes invadieron Polonia, el 1° de setiembre de 1939, Basia Taube volvía de veranear junto a sus padres y su hermana. Comenzaban las clases y la Segunda Guerra Mundial. A los 13 años ella —una bella adolescente de cabellera rubia hasta la cadera y ojos celestes que aún hoy llaman la atención de cualquiera— se transformó en ciudadana de última categoría.
Lodz fue tomada por los nazis el 8 de setiembre. El gueto local se instaló en febrero de 1940. Un día, al volver de estudiar, notó que unos militares con el símbolo de la SS allanaban su casa. Por suerte sus padres habían huido a tiempo a lo de unos tíos. Sin previo aviso se vieron obligados a vivir con otras dos familias: dos piezas para 14 personas. «Estábamos todos hacinados durmiendo en la misma cama, alternando pies y cabeza para entrar mejor. Como sardinas». No había baño: «Teníamos que bajar tres pisos porque en el patio había como una casita con un pozo negro. Miraba el agujero y veía miles de bichos y larvas. Una cosa horrible».
Decir gueto, para Basia, es decir hambre y frío. «Cuando digo frío, te hablo de 15 grados bajo cero». Había raciones de comida. Su madre era disciplinada y dividía la comida por día y por persona. Un tío suyo fue el primero en morir. También fue el primer cadáver que vio. «Me acuerdo que me negaba a entrar a casa hasta que sacaran el cuerpo». Al rato, aquello se volvió algo normal: un primo, una prima, otro tío… De los más de 200.000 judíos que habían entrado al gueto, en agosto de 1944 no llegaban a diez mil. Ella, su hermana y sus dos padres seguían con vida. Pero cuando nada parecía ser peor, fueron enviados a Auschwitz.
Como no tenían noticias del exterior, no sabían lo que era un campo de concentración. Pronto se dieron cuenta de que eran fábricas de muerte. En la primera selección, que separaba a hombres y mujeres, vio a su padre por última vez. Ya el primer día advirtió que sería imposible salir de ahí. «Acá se sale solamente por el humo de las chimeneas», le dirían luego.
Las mujeres eran desnudadas, desinfectadas, revisadas sus partes íntimas por si escondían algo de valor, despojadas de dientes de oro y finalmente rapadas a máquina. Por alguna vuelta del destino que aún hoy no lograr entender, un soldado ordenó que le recortaran a tijera su pelo rubio. Igual suerte corrieron su hermana y su madre. «No te puedes imaginar lo que significaba aquello. Entre las 2.000 que llegamos ese día, éramos las únicas tres con pelo. No sé por qué pasó. Quizá le habré recordado a una hija o a su novia. La cuestión es que a partir de entonces era lo más parecido a una persona entre las prisioneras».
El periplo de Basia siguió en Birkenau, donde vio por última vez a su madre, y luego Bergen-Belsen, adonde fue llevada en tren de carga, en un pesadillesco viaje de siete días. Sin comida, agua, ni saber su destino, 50 mujeres se turnaban para respirar. Solo había un balde para sus necesidades. Para soportar el hedor, todas se abalanzaban contra las paredes, en busca del aire que se colaba en pequeñas ranuras. Cada tanto, el tren paraba y los soldados mandaban vaciar el balde. «Después nos daban, en ese mismo balde, un poco de agua para tomar. Y nosotras estábamos tan desesperadas que nos tirábamos encima del balde. Los nazis miraban y reían. Al final, agarraban el balde y nos tiraban encima lo que quedaba. Nos quedaba lamernos el cuerpo para tomar un poco más».
A fines de 1944, Basia fue trasladada al campo de concentración de Magdeburgo. Su hermana fue devuelta a Bergen-Belsen, donde murió de tifus. Ella se quedaba sola mientras los Aliados avanzaban. Una noche, mientras la ciudad cercana era bombardeada, los nazis se encargaron de vaciar el lugar y sacar a las prisioneras. «Salimos a las seis de la mañana y caminamos como hasta las 12, por lo menos, por una carretera angosta. Al llegar a una especie de bosque, nos tiramos a dormir pero enseguida despertamos con el ruido de las bombas. Nos levantamos y empezamos a correr». Eran los últimos días de la guerra y los soviéticos llegaban por el Este. Se escondió en una cueva y en la casa de un doctor belga judío, donde volvió a sentir el sabor de una comida y el calor de un hogar.
La vuelta a la normalidad no fue fácil. En Lodz buscó familiares, pero encontró salvajismo en los soldados soviéticos y violencia en sus compatriotas. No aguantó más y decidió venir a Uruguay, donde tenía a un tío. Cuando arribó su barco, el 3 de marzo de 1947, fecha que considera su segundo nacimiento, ya tenía marido, un hijo de cuatro meses y el deseo de comenzar una nueva vida. No volvió más a Polonia; sí lo hizo una nieta suya, quien pisó Auschwitz y leyó una carta que su abuela escribió especialmente para la ocasión.
«Cuando miro para atrás no puedo creer que de eso haya sobrevivido. Pero lo hice. Por sobre todo, me obligó a crecer de golpe. Ya a los 13 años tuve que ser lo suficientemente madura. A veces también pienso en todas esas cosas raras que me pasaron, que no sé cómo explicarlas. Dentro de la desgracia, algo de suerte tuve. Otros sufrieron mucho más que yo. Si fuera creyente te diría que me salvó Dios. Como no soy, solo puedo decir: no sé».
HABÍA LUGAR PARA LA AMISTAD EN LOS CAMPOS DE LA MUERTE
Ya siendo empresario, por muchos años Francisco Balkanyi no quiso saber nada con Alemania, por su pasado nazi. «En los primeros años después de la guerra no quería saber nada con ese país. No le quería comprar nada. Luego se me pasó y fui a las ferias textiles de Frankfurt. Hoy Alemania es uno de los países que más persigue el antisemitismo y el racismo».
Aún en un infierno como Bergen-Belsen podía ocurrir el milagro de la amistad. Lo sabe bien Isaac Borojovich. «De mi edad había pocos niños, entonces nos juntábamos cuatro o cinco y de noche nos atábamos con una cadena. Cuando tocaban a uno nos despertábamos todos. Era común que las personas se robaran comida. Ahí conocí a Aron Balbayski, que también sobrevivió y vive en Buenos Aires. Él estuvo conmigo todo ese tiempo, éramos carne y uña. Hasta hoy nos vemos».
En Auschwitz, Basia Taube tenía la tarea de servir la sopa. Y eso valía oro. «No te podés imaginar el privilegio que significaba. La sopa era pura agua, salvo algún pedazo de papa que flotaba. Entonces yo aprovechaba y, cuando pasaba mi madre o mi hermana, buceaba con el cucharón y les daba lo mejor que encontraba. Cuando terminábamos de servir nos quedábamos a limpiar. Entonces podíamos rescatar lo que quedaba en el fondo del bidón, que era un poco más de lo que se servía. Eso me permitía comer algo más sustancial y, a la larga, terminó haciendo la diferencia».