Clara Drak, la niña judía que se salvó como católica.

Clara Drak, la niña judía que se salvó como católica.
6 agosto, 2018 administrador

Por Ana Jerozolimski. Publicado en Semanario Hebreo el 12 de Abril de 2018.

“Aún recuerdo el miedo constante, siempre tenía miedo”.

Cuando ya terminada la guerra, la mamá de Clara revisaba las listas de los judíos que habían sobre­vivido, con la esperanza de hallar allí el nombre de su esposo, Clara le rezaba en silencio a la Virgen María. Es que la identidad falsa como Bronia, una niña polaca católica, que le salvó la vida en aque­llos años oscuros, se convirtió en la suya propia, y retornar luego a su identidad judía, fue un drama aparte, aún ya confirmada la salvación.

Clara nació en 1936 en Cracovia, Polonia, única hija de Helena Safier y Chaim Peterseil, que se ha­bían casado cuatro años antes. Tenía abuelos en otra ciudad, y seis primos. Cuando estalló la Se­gunda Guerra Mundial, tenía tres años. Tras un tiempo en el ghetto de Cracovia , su padre insistió que ella y su madre salieran al lado ario, con documentos falsos que podía conseguir, mientras que él optó por quedarse en el ghetto, seguro de que de lo contrario, por su aspecto, no lograría pasar por no judío y las pondría en peligro. A su padre jamás lo volvió a ver y finalizada la guerra, se enteró de que había perecido en la marcha de la muerte después de haber estado en Buchenwald.

A los 12 años de edad llegó a Uruguay, habiéndose salvado junto con su madre. A Clara la criaron su mamá y su padrastro Zacarías (Salek) Rosenkopf, al que quiso como un verdadero padre. Ella y su esposo Julio, fallecido en el 2014, tuvieron dos hijos, Jacqui-que vive en Seattle, Estados Unidos- y Gabriel, en Montevideo. Tiene 5 nietos, las tres mayores de su hija y los menores, del varón.

P: Clara, comencemos por el principio… ¿Dónde los sorprendió la guerra?

R: Mi mamá y yo estábamos en una ciudad balnearia donde el clima me hacía bien para la tos convulsa. Allí mi mamá recibió la noticia de papá de que estalló la guerra y que debíamos volver rápido a Cracovia. Pero en Craco­via estuvimos poco tiempo y nos fuimos a Lemberg porque ahí es­taban los rusos, lo cual mis padres pensaron sería mejor que con los polacos y los alemanes. Recuerdo el viaje en tren y las bombas que caían a lo largo de todo el camino.

Llegamos después de muchas horas de viaje. En Lemberg con­seguimos una habitación para los tres y mi padre consiguió trabajo como representante de una fábri­ca de chocolate, pero a los pocos meses lo echaron, como a todos los judíos. Y además mis abuelos escribían sobre las cosas horribles que escuchaban de los rusos, so­bre la gente que detenían en la frontera y mandaban a Siberia. Así que volvimos a Cracovia. Mi padre fue a buscar a los abuelos pero le decían que no se quede, porque ya empezaban las razias.

P: Ningún lugar era seguro…

R: Claro que no. Y en Cracovia se formó el ghetto de la ciudad. Trancaron las calles, pusieron alambre y unas pocas manzanas fueron destinadas al guetto. Allí estábamos los tres juntos. Un po­laco al que papá conocía le dijo que en dos días iban a liquidar el gueto y que los iban a mandar a todos a un campo de exterminio.

P: Estamos hablando de 1940 ¿verdad?

R: Sí, el comienzo. Mis padres decidieron juntar todo lo que te­nían, vendieron algunas joyas y decidieron que mamá y yo nos fuéramos al lado ario. Mi papá no quiso salir del gueto con noso­tros, dijo que por culpa de él nos íbamos a morir todos. Consideró que a él lo reconocerían enseguida como judío.

P: Así que se fueron ustedes so­las.

R: Así es. El polaco le consiguió documentos polacos y desde en­tonces yo empecé a llamarme Bro­nia. Ese hombre, por todo lo que había cobrado, decidió arriesgarse a dejarnos salir del ghetto de no­che. Mamá y yo salimos, sin saber adónde ir ni qué hacer con nuestra vida. Lo que nos podía ayudar era que podíamos pasar por arias, no tanto por el aspecto ya que yo tenía cabello oscuro, pero el idioma es lo que nos salvó. En mi casa no se hablaba idish, o sea que yo no tenía acento judío ni mamá tampoco. Hablábamos polaco con total natu­ralidad. Yo no conocía otro idio­ma, y esa era una gran ventaja…

P: Tu papá quedó en el ghetto. ¿Tu mamá pensó que iba a volver a verlo?

R: Mi mamá pensó que la guerra iba a terminar y que iban a liberar a todos, como pensaban todos. Pero nunca más volvimos a verlo. Años después nos enteramos que mi papá había estado en Buchen­wald y que finalmente falleció tres días antes del final de la guerra en la marcha por la muerte, que era muy dura, iban descalzos cruzan­do los bosques, en el frío polaco de mayo, que allí es pleno invier­no. Pasó horrible pero vivió casi hasta el final de la guera. El estaba con un primo suyo y así supimos.

UN ESCONDITE TRAS OTRO

P: ¿Cómo fue la secuencia cuan­do se fueron del ghetto?

R: Mamá y yo fuimos a lo de una conocida que ella tenía en una ciudad pequeña al lado de Craco­via. La mujer aceptó darnos alber­gue por unos días pero más no porque si la agarraban la mataban. Nos dio una piecita. Hubo por supuesto varias vueltas por distin­tos lados. Finalmente, mamá me puso un jardín de infantes católi­co con la nueva documentación, en un convento, donde pasaba el día entre las 7 de la mañana y las 6 de la tarde.

P: ¿Siempre haciéndose pasar por polacas no judías?

R: Así es, siempre con los documentos con otra identidad de polacas no judías. Siempre escon­diéndonos en iglesias. Mi conven­to, al que llegué cuando tenía unos 4 años, el lugar en el que me crié más de un año, estaba al lado del Convento de hombres, que era el de quien fue luego el Papa Juan Pablo II, Karol Wojtyla. Y lo que para mí fue una anécdota, fue motivo de gran preocupación para mi mamá. Es que un día el Arzobispo de Po­lonia llegó a Cracovia y fue al Con­vento de Wojtyla. Y decidió visitar también el Convento de las mucha­chas. Había que decir unas palabras y entregarle un ramo de flores y en el sorteo salí yo. En casa le conté a mamá lo que había pasado y se puso a llorar como loca, diciendo que por eso podrían llegar a matarnos. Es que allí había mucha gente, mamá temió que alguien me hubiera reco­nocido y que vayan a buscarnos.
Así que mamá me sacó del con­vento y empezamos a vagar nue­vamente por distintos lados.

IDENTIDAD AJENA

P: ¿Recordás la vivencia de to­mar precauciones para ocultar tu identidad o no entendías lo que era eso?

R: De noche, en la casa de la mujer, mi mamá me empezó a enseñar a rezar. Se pasaba las noches conmigo enseñándome a rezar. Entonces los domingos me llevaba a la Iglesia. Ella aprendió y yo aprendí hasta hoy en día. Hoy cuando me pasa algo que me con­mueve pienso en polaco y pienso en las oraciones (risas).

P: ¿Pero tenías una sensación de tener que hacer un esfuerzo para ocultar quién eras realmente o todo fluía con normalidad y te sen­tías una niña católica?

R: Me sentía una niña católi­ca y empecé a creer sobre todo en la Virgen. No había proble­ma después de un tiempo en ese sentido. Yo me aprendía todas las canciones. Te cuento que al final logramos quedarnos un tiempo en una casa pero luego yo contraje una enfermedad por la que me sa­lieron granos, que en Polonia fue una plaga. Es la misma enferme­dad que transmite el tifus. Así que la mujer dueña de casa nos echó porque era contagioso. Tuvimos que ir cambiando de lugar. Y alre­dedor de 1943 llegamos a una ins­titución católica llamada YMCA, como Asociación Cristiana, que era solo de mujeres. Mamá con­siguió allí trabajo en la cocina. Se portaron muy bien las mujeres de la cocina. No sabían que éramos judías, aunque a veces hablaban con mamá y pensábamos que de­bían haberse dado cuenta.

Sin embargo, la que regenteaba ese lugar, el día que hicieron una razzia en el edificio avisó a mamá que no viniera a dormir. Así que parece que sabía o intuía, pero no lo decía. Ese día dormimos en la calle, íbamos de una plaza a otra para sentarnos porque nos avisó de noche cuando íbamos a subir. La mujer le dijo “no subas”. Ese día se fueron y se llevaron a una prima mía con dos hijos, y la ma­taron ese mismo día. O sea que nosotros tuvimos suerte con esa mujer.

Allí dormíamos y de hecho es­tuvimos allí desde el 43 hasta el 45, cuando fui liberada.

P: Desde chica estuviste en el convento y por las dudas tu mamá te enseñó a rezar como católica. ¿Recuerdas el tiempo en que toda­vía tenías la conciencia de ser una niña judía?

R: Yo me sentí católica en el momento en que empecé a hacer las oraciones en el Convento y las seguí haciendo sola después. No era sencillo porque mamá, a su vez, me enseñaba mi nombre y mi apellido verdaderos, porque tenía mucho miedo de qué pasaría al terminar la guerra, si yo me iba a dar cuenta o no que había ter­minado. Tenía bastante preocu­pación. Si la guerra terminaba, ¿quién me iba a avisar qué iba a pasar conmigo? Entonces mamá me enseñaba mi nombre y mi apellido, y me explicó que yo no podía decirlo nunca, y que cuan­do terminara la guerra me iba a dar cuenta porque iba a volver papá y se iba a reunir la guerra. Me dijo que recuerde mi nombre y mi apellido judíos judío, que era Peterseil.

“SIEMPRE CON MIEDO”

P: ¿Cómo se describe la vida en ese continuo peligro, por el que uno se salva cuando logra hacerse pa­sar por quien uno no es?

R: Siempre con miedo. Yo an­daba por la calle, pero con pánico. En la otra cuadra pasaba un ale­mán en uniforme y ya me daba por llorar, correr y esconderme. Me metía en las iglesias, en las entradas de los apartamentos has­ta que los alemanes pasaban. Fue una época muy difícil para mí, y mamá no podía estar todo el tiem­po conmigo, estaba trabajando.

La que pasó muy mal en la guerra fue mi madre, la verdad que cuando más pienso en eso, más me estreme­ce recordarlo. Ella era una heroína que logró salvarme. Mi padre se sa­crificó por mí, porque se quiso que­dar para que no nos descubrieran,
para que yo pudiera vivir.

P: ¿Cómo recuerdas lo que hizo tu mamá para salvar a ambas?

R: Todo para vivir yo y vivir ella. No era fácil trabajar ahí, cada vez que entraba una alemana a mamá la escondían en algún lado. Por la calle muchas veces le pidieron do­cumentación y siempre funcionó bien porque mi mamá fue muy inteligente. Cuando llegamos des­pués de Cracovia, en la primera ciudad chica a la que fuimos esta­ban dando en la oficina cartas de residencia a los polacos. Mamá se puso en la cola, se arriesgó a que la descubriera alguien y sacó la tar­jeta. Esa tarjeta le facilitó muchas cosas: en primer lugar, la poca co­mida que nos daban, la basura que nos daban, les permitía sacar con la tarjeta esa. Esa tarjeta nos ayu­dó muchísimo, porque cada vez que le pedían documentos mamá tenía la tarjeta en orden y la docu­mentación también. Este es sólo un ejemplo. Mamá hizo muchísi­mo por las dos, para salvarme.

P: ¿Se puede resumir, tantos años después, qué te quedó de aquellos años de la guerra?

R: Un enorme resentimiento a todo el mundo, porque todo el mundo sabía y nadie nos dio una mano. Nadie se molestó. El mun­do calladito, eso no lo voy a olvi­dar nunca. Los aviones volaban arriba nuestro, rezábamos que ti­raran bombas arriba nuestro para no seguir allá. Cuando estalló la rebelión en el gueto de Varsovia, en Cracovia se veía el humo de las batallas, de los crematorios. Es que el cielo de Varsovia esta­ba negro. Ahí mamá me explicó un poco qué había en Auschwitz, pero no lo podíamos entender.

Y hoy, te diré que no puedo de­jar de leer sobre la Shoá, aunque seguí adelante. Creo que no hay sobreviviente que no viva juntos el presente y el pasado, es imposible.

DIFERENTES FORMAS DE PASAR LA GUERRA

P: ¿Cómo viviste el fin de la guerra?

R: Primero, con muchísima ansiedad porque íbamos todos los días a la oficina judía que se abrió con los nombres de los que vol­vían. Entonces todas las mañanas temprano, antes de que mamá entrara a trabajar, me llevaba a esa oficina y leíamos todas las car­teleras. Así estuvimos meses yendo todos los días a ver si aparecía el nombre de mi papá, para ver si estaba vivo. Yo cada vez perdía la esperanza y se me hacía largo el tiempo, porque no venía. Al final mamá se encontró con el primo de mi papá, que le contó la historia en la oficina. Dijo que en el campo se veían a veces. Papá extrañaba a la familia. Estaba seguro de que íbamos a sobrevivir, porque ya era casi el final de la guerra cuando él se enfermó. Pen­samos que si no se hubiera enfermado hubiera sobrevivido, pero en esas condiciones, no aguantó la marcha de la muerte.

P: Tu papá, aunque no llegaste a hablar con él para que te lo cuente, tuvo una vivencia en los campos y ustedes, afuera, otra dis­tinta, escondiéndose.¿Te parece que es muy distinta la vivencia que te quedó a ti de la que vivieron los que estuvieron en los campos?

R: 100 % diferente. Mi padrastro estuvo en siete campos de concentración, le mataron a la señora y tres hijos. Él los vio sa­carlos del camión y llevarlos al crematorio. Esa fue una vivencia que me tocó de cerca porque él me contaba cómo había pasado. Eran dos mellizos y una nena. Cuando nacieron los míos, él se volcó tanto en los míos que no veía otra cosa. Cuando nació el varón, que él tenía un varón y el resto nenas, no te puedo decir lo que era ese hombre con los chicos.

Los que pasaron el campo fue mil veces peor, no tiene compa­ración alguna. Esa fue una barbarie pura, no hay ni un adjetivo para calificarlo. No se compara con nada, fue horrible.

LOS MALOS RECUERDOS

P: ¿Cuál es tu recuerdo más antiguo de la guerra?

R: El más antiguo y el que me quedó grabado fue el viaje que hicimos cuando yo tenía 3 años y medio, y viajamos a a Cracovia en un tren que fue bombardeado durante todo el viaje. Cada vez que caían bombas teníamos que saltar del tren. Fue un viaje es­pantoso, no lo voy a olvidar nunca. Fue horrible.

P: ¿Recuerdas el miedo en los escondites?

R: Sí, sí. Yo viví con miedo muchos años, aún estando en Uruguay. Yo veía un policía y cruzaba la calle. Esas cosas duran, no se van. Vivís con ellas.

LA NUEVA VIDA

P: ¿Después de vivir todo lo que pasaste, se llega a un momento en el que uno siente alivio, capta plenamente que se salvó o se sigue llevando aden­tro siempre la angustia?

R: La sensación de alivio me demoró más o menos diez años, hasta que yo me acos­tumbré a la gente y al país, ya en Uruguay, y no tener miedo de estar en la calle ni salir de noche. De noche allá no salía­mos ni locos. No me gustaba cruzarme con policías, cuando veía a un policía y lo podía evi­tar, lo evitaba. Me costó mucho liberarme del miedo. Vivía con miedo permanente. Después me fui acostumbrando. Me hizo mucho bien, que cuando llegamos acá, enseguida mi prima me llevó al movimiento juvenil Hanoar Hatzioni. Yo tenía 11 años. Por otro lado, no podía perder mi cristianismo, me costó mucho. Yo diría que poco a poco me fui haciendo judía nuevamente.

P: ¿Cómo fue el proceso de viaje a Uruguay?

R: No fue inmediato. Estuvi­mos en Austria, porque allí es­taban los primos de mi padre. Y fue muy importante porque ahí mi madre conoció a otro primo con quien tiempo des­pués se casó. El fue de hecho mi padre acá en Uruguay. Me cuesta hallar las palabras para describir lo que él fue para mí. A veces pienso que un padre no quiere tanto a su hija como él me quiso a mí. Y yo lo quise muchísimo a él. Trató siem­pre de facilitarme las cosas, se ocupó de mí, era sumamente gentil…recuerdo cuando me fue a apuntar a la escuela.
Volviendo a tu pregunta, estuvimos en Alemania, Che­coslovaquia, quisimos tratar de llegar a Israel, estuvimos varios meses en Francia. Fi­nalmente llegamos a Uruguay el 5 de agosto de 1948. Yo ya era bastante grande, tenía 12 años.

P: Se sabe de muchos judíos que pasaron la Shoá, para los cuales su único país fue el país que los recibió, en nuestro caso Uruguay, y no el país en que habían nacido. ¿Cómo te sentías tú respecto al país que te recibió y en el que co­menzabas una nueva vida?

R: Al principio me costaba mu­cho, no te olvides que no conocía el idioma. Después de que mi pa­dre armó una fábrica, alquiló una casa con dos señoras mayores en el fondo y a través de ellas empe­cé a querer el país y a sentirme cómoda. Se portaron muy bien en el barrio conmigo, me lleva­ban las madres a las playas por­que mis padres trabajaban todo el día.

Recuerdo que había al lado un matrimonio negro que cuando él tenía libre los sábados y domin­gos salía con sus cuatro hijos y me llevaba a mí con ellos. Yo era parte del barrio, además de niños te relacionás bastante bien. No pasaba bien estando sola, cuan­do mis padres de noche querían salir yo me pasaba el resto de la noche llorando porque no quería quedar sola. Tenía terror a que­dar sola.

Pero de a poco empecé a ha­cer pie. La verdad es que lo que más me ayudó fue el marco del Hanoar Hatzioni, al que tengo mucho para agradecer. No tengo más que agradecimiento a quie­nes fueron mis madrijim, que ahora ya están en Israel aunque utros ya no están. Eso fue una salvación. Se ocupaban de mí, me venían a buscar, trataban de ha­blar conmigo y enseñarme algo de español. En definitiva el idio­ma no me costó mucho porque empecé enseguida la escuela.

P: ¿Cómo fue la vivencia de la escuela, a cuál ibas?

R: Era una escuela muy chiqui­ta, no tenía nombre en aquel mo­mento. Después la deshicieron e hicieron una escuela grande. Era por la calle Comercio. El trato fue excelente. Las maestras se ocu­paron de mí, hasta me enseñaron a comprar bizcochos. Yo no co­mía nada porque no sabía que se podía comprar pan blanco y bizcochos.

Después hice liceo y prepa­ratorios sin problema. Hice el Instituto de Profesores Artigas, después la Facultad de Huma­nidades. Y como había hecho un curso de dirección en Se­cundaria después me puse a trabajar en la Embajada fran­cesa. Me presenté a concurso, entré como profesora de fran­cés y trabajé unos 12 años en diversos colegios. Luego trabajé 14 años en la Escuela Integral como profesora de francés y después me llamaron al Ariel para la dirección, así que estuve allí 16 años. Me sentí en casa. ­