Ruperto Long: “Yo conocía al Ingeniero Landman, pero no a Alex”
Es un honor en lo personal tener la palabra de un escritor que admiro. Ruperto Enzo Long Garat es un ingeniero civil, escritor y político uruguayo. Presidente del Laboratorio Tecnológico del Uruguay (Latu) en la actualidad. Ha escrito entre otros libros “La niña que miraba los trenes partir” que ha tenido mucho éxito no solo en Uruguay sino también en mercados del exterior, entre ellos el italiano.
Foto: A la izquierda el autor, Ruperto Long, junto a Alejandro Landman, sobreviviente de la Shoá y presidente del Centro Recordatorio del Holocasuto del Uruguay
Por Janet Rudman, publicado en Semanario Hebreo el 23 de diciembre, 2020
¿Por qué escribir?
Para compartir, para comunicar a otros una historia que nos cautivó. Y funciona. Lo viví muy intensamente con “La niña que miraba los trenes partir”. Cuando uno llega a Tegucigalpa, o a las Islas Canarias o a Venecia, y se te acerca una chica o un muchacho que, sin mayores explicaciones, te da un abrazo emocionado y te agradece por lo que sintió con la lectura de tu novela, descubres que esas personas se adueñaron de la historia que te cautivó.
Has vuelto al Latu, que es casi un hogar, Ruperto, ¿cómo elegís tema para la escritura?
Lo primero es que yo mismo me sienta seducido por la historia. Eso no siempre es inmediato. A veces uno conoce una historia, a través de un testimonio o un documento, pero toma algún tiempo el poder aquilatarla en toda su riqueza. Recién en ese momento me cuestiono: ¿les interesará también a los lectores? Porque, como decía al principio, uno escribe para compartir. Se necesitan dos para que esa comunicación exista, como en el tango. En cuanto a la temática: como habrás visto, soy bastante ecléctico, aunque quizás tenga una atracción mayor por las historias con una veta social. Y soy onettiano: no elijo un tema por razones ideológicas, ni para transmitir un mensaje. Comparto vivencias, emociones, sensaciones. El lector sacará sus propias conclusiones.
¿Qué significa escribir un libro inspirado en hechos reales?
Respetar esos hechos -hasta donde los pueda corroborar mediante testimonios y documentos-, no alterarlos por mi propia conveniencia. Muchas veces descubro un documento y me digo: “Qué pena que esto haya sucedido así, me dificulta el relato”. Pero así fueron los hechos, y deben ser respetados.
¿Hasta dónde la ficción es ficción y la realidad es realidad?
Es una muy buena pregunta. No existe una frontera definida, y por tanto una y otra a veces se confunden. ¿Cuánto recuerda y qué olvidó una persona, setenta años después, aunque haya sido un testigo presencial de los hechos? ¿Cuántos documentos fueron destruidos, que nos hubieran revelado hechos que ahora ya nunca vamos a conocer? ¿Hasta qué punto se mezcla la historia -pura y dura- con la “historia oficial”, la que cada país suele relatar? La ficción aparece en mis libros para complementar vacíos de la forma que resulte más verosímil. Y, sobre todo, para recrear emociones y sentimientos que lleven al lector a vivir la historia, a ponerse en los zapatos de los personajes.
¿Por qué volviste a la Segunda Guerra Mundial?
Volví a la Segunda Guerra, pero sobre todo al Holocausto. Porque guerras hubo muchas, aunque ninguna de esa magnitud, lo dicen los números. Ahora, que a un conflicto de esas dimensiones se sumen -en las naciones más desarrolladas y cultas del mundo, las que son referentes de la civilización- actos de genocidio, racismo y xenofobia a esa escala, es algo inimaginable. Son hechos que debemos conocer, que no debemos olvidar y sobre los cuales tenemos que reflexionar. Que nos iluminan el tiempo que nos toca vivir.
¿Cómo fue que surgió contar la historia de los tres niños y en especial la de Alejandro Landman?
Los niños son héroes del Holocausto. Lo dijo Nathalie Zajde. Y yo lo aprendí con esa niña belga que me conquistó el corazón, la pequeña Charlotte. En años posteriores me llegaron muchas historias admirables. Hasta que me cautivó lo sucedido a estos tres amigos, de diferentes regiones de Europa y con suerte diversa. Pero que tuvieron en común esa mirada a la vez inocente y corajuda, que les permitió enfrentar con increíble dignidad la página más oscura de la humanidad. Yo conocía al ingeniero Landman, colega con quien mantenía una muy cordial relación. Pero no a Alex, aquel niño que a los nueve años recibió el mandato de su padre: “Cuida de tu mamá”. No al niño que, escapando de las redadas nazis, cayó a un río congelado en pleno invierno, se salvó de milagro y luego tuvo que correr durante toda la noche en los bosques para no morir de hipotermia. No al que saltó de un tren nazi en un pueblo desconocido. Y así podría seguir. Pero mejor es que el lector lo descubra por sí mismo.
Contanos cómo fue el proceso del libro respecto a Alejandro. ¿Cómo fueron las reuniones?
Por lo general nos encontrábamos al atardecer, en su apartamento de Pocitos. Nos instalábamos cada uno en su sillón, mirando el mar. Y comenzábamos a viajar en el tiempo y en el espacio, a Stanislawow y a Lwow, al pueblito de Buchach, al balneario de Yaremcha, en los Cárpatos. Aprendí mucho. No solo de usos y costumbres de polacos y ucranianos. Por sobre todas las cosas, de la naturaleza humana, sometida a desafíos inhumanos. Admiré a sus padres, Pepa y Hersh, a sus abuelos, a sus amigos. Y confío poder transmitir esas emociones al lector.
Los diplomáticos de muchos países ayudaron a salvar vidas, ¿qué comentario te merece respecto a los uruguayos? ¿Cómo llega a la historia de Florencio Rivas?
Felizmente los uruguayos tenemos algunos buenos ejemplos de diplomáticos que tendieron la mano en los momentos más difíciles, como Carlos María Gurméndez o Alejandro Pou, entre otros. Máxime que ello se dio en un contexto de una política exterior cambiante, que a veces alentaba esos esfuerzos y en otras ocasiones los censuraba. La historia de Florencio Rivas, en mi caso, la conocí por el libro de Teresa Porzecanski. Pero debo decir que fue en tiempos recientes que varios amigos -a quienes agradezco en el libro- me brindaron valiosa información que me ayudó a aquilatar la magnitud de los hechos. Y también hablé con su nieta Nélida Rivas, que vivía entonces y reside también ahora en Alemania, quien me relató algunos recuerdos de esos momentos, aunque ella era muy pequeña. Es un caso admirable, que nos sacude como orientales.
Me gustaría que nos contaras tu encuentro con Marcel Ruff, uno de los muchos personajes del libro.
Estaba una tarde en la ciudad de Guatemala, en el Museo del Holocausto, a punto de comenzar una presentación de “La niña que
miraba los trenes partir”, cuando se acercó la presidente de la comunidad judía de ese país -mi apreciada amiga Rebeca Permuth- acompañada de un hombre que ya tenía algunos años, pero enhiesto y dueño de un andar elegante. “Es Marcel Ruff”, me dijo Rebeca. De inmediato Marcel se presentó y develó la intriga: “Yo desembarqué en el sur de Francia junto con Domingo López Delgado” -el voluntario uruguayo cuya historia relaté en aquel libro-, “y peleamos juntos casi hasta el final de la guerra”. Lo saludé cálidamente y comencé mi presentación. Cuando llegué a la parte en la que hago referencia a Domingo, le dije a la audiencia: “Les voy a contar quién nos acompaña esta tarde”. Y relaté algunas cosas sobre Marcel. Entonces, una señora se paró, se le acercó y lo abrazó, llorando. De inmediato toda la sala, que estaba rebosante, se puso de pie y comenzó a aplaudir. Fue una gran emoción. Y ahora, en este nuevo libro va la historia de Marcel, voluntario mexicano-guatemalteco de origen judío, en la Segunda Guerra.
¿Por qué pensas que se conoce mucho menos cómo pasaron los judíos en Italia y en Yugoeslavia en la II Guerra?
Quizás debido a que su número era menor que en otras regiones de Europa. Pero también porque la decidida actitud de muchos italianos -que aquí se narra en la historia de Riki- condujo a salvar miles de vidas y a atenuar la magnitud de la tragedia. En otras regiones que estuvieron bajo dominio italiano durante la Segunda Guerra, como el sureste de Francia, sucedió lo mismo. Al punto que los nazis tuvieron que actuar porque los italianos eran “el mal ejemplo”, que empezó a ser emulado por otros. Mucho de esto lo van a encontrar en el libro. Para mí fue muy sorprendente -y reconfortante- conocer esta historia.
¿Qué va a encontrar el lector en “Éramos tres niños partidos en la niebla”?
Mucha luz. Aún en medio de esa noche tan oscura. Y confío que al dar vuelta la última página sientan una sensación dulce. Que, a pesar de todos los pesares, la vida pudo más que la noche y la niebla. Que no hemos olvidado a nadie. Que Lizzy, Alex y Riki siempre seguirán con nosotros.-