Recordando el hambre, el exilio interno y la destrucción

Recordando el hambre, el exilio interno y la destrucción
25 mayo, 2015 administrador

Por Ana Jerozolimski. Publicado en Semanario Hebreo el 14 de Mayo de 2015.

Los judíos de la ex Unión Soviética no vivieron en su enorme mayoría la Shoa como sus hermanos de Europa Central y Oriental. No estuvieron en ghettos y campos de concentración, pero lejos estuvieron de la tranquilidad. Pasaron otros tipos de penurias y sufrimientos. Hasta ahora, entre los israelíes provenientes de aquellos lares, el 9 de mayo, día de finalización de la Segunda Guerra Mundial, es una jornada de fiesta y celebración. Familias se reúnen y recuerdan, agradeciendo haber quedado con vida.

En una de estas familias, la joven Stella Melnitzer, hoy de 26 años, que llegó a Israel con su familia cuando tenía 4, recabó testimonios de sus abuelas- que eran niños durante la guerra- para compartirlos con los lectores de «Semanario Hebreo». Los textos que escribimos a continuación, están basados en el trabajo que Stella y su madre, Ilana, hicieron para ayudarnos a transmitir estas historias. A ambas, que anotaron los testimonios que los mayores transmitían en ruso, traduciéndolos al hebreo para que nosotros podamos escribirlos aquí en español, nuestro agradecimiento. También claro está, a los abuelos paternos de Stella y a su abuela materna, que aún tiene con ella. A todos, con salud, hasta los 120.

Raisa Roitman (hoy Melnitzer, de casada) nació el 5 de octubre de 1931 en Shapitovka, una pequeña ciudad en Ucrania. Tenía 9 años cuando estalló la guerra.

«Recuerdo que la guerra comenzó un domingo, 22 de junio. Era un día libre. Y en la ciudad había sólo mujeres y niños ya que todos los hombres habían sido reclutados», recuerda hoy. Su padre juntó a todas las mujeres y niños de la familia y se organizaron para huir. El último tren partió de la estación local el 2 de julio. No era un tren de pasajeros sino de carga, para transportar carbón, pero era la única opción para salir.

«Todos nos subimos. La única que rehusó irse fue la abuela Rojel, que no creía que la guerra duraría tanto tiempo. Tampoco creía que los alemanes , a quienes veía como un pueblo culto, serían tan crueles. Temía dejar su casa. Finalmente, mi tío Idl, que no quería dejar solo a sus padres, decidió quedarse con su esposa y sus dos hijos, de y y 2 años de edad. Todos murieron».

La familia partió hacia el Este, por un camino tortuoso y difícil y no tenían qué comer. Cuando el tren se detenía en alguna parada-y jamás sabían de antemano cuándo lo haría ni por cuánto tiempo-, la gente bajaba a intentar buscar alimentos. Algunos cambiaban sus pertenencias por comida. «Recuerdo que en una de las paradas, el tren retomó súbitamente su marcha y los que habían bajado no alcanzaron a volver a subir. Tengo presente el llanto y los gritos de sus seres queridos que habían quedado en el tren».

La familia llegó finalmente al Cáucaso, donde vivió durante un año hasta que los alemanes comenzaron a conquistar esa zona, para tomar control de las fuentes de petróleo en el lugar. «Nuevamente tuvimos que huir, más lejos todavía», cuenta Raisa. Finalmente llegaron a Baku en Azerbaijan. «Nos sorprendió ver gente bien vestida, paseando por las calles. No entendían la tragedia, no comprendían que los alemanes se estaban acercando».

Pero también allí comenzó a sentirse el ambiente de guerra. Las calles se llenaron de comunicados colgados por todos lados: «Todos los comunistas deben reclutarse». El padre de Raisa, como miembro del partido, se enroló. «La orden del partido comunista era que los hombres deben servir de escudos humanos ante la ocupación nazi , sirviendo así de ejemplo de que el comunismo triunfará», cuenta Raisa, hoy ya de 83 años, teniendo muy presente lo que vivió de niña. «Teníamos dos horas para despedirnos. Nos tomamos un barco que partía a Asia Central.Sabíamos que sería la última vez que veríamos a papá. Al terminar la guerra, nos comunicaron que estaba desaparecido».

Los problemas no terminaron al finalizar la guerra. La familia se instaló en una localidad en Uzbekistan. Ella estudiaba en una escuela local, donde su madre consiguió trabajo como limpiadora. Sus dos hermanas estaban mucho en la calle, con los niños locales. Recibieron tarjetas con las que podían conseguir pan, 200 gramos por persona.

«Vivíamos con mucha hambre. Los niños un poco mayores, ayudaban a los habitantes locales a juntar damascos y a cambio de su trabajo recibían unas pocas frutas. Los más chicos iban a los campos a recoger el trigo que había quedado luego de la cosecha, pero siempre era difícil, porque los más grandes se lo arrebataban a los pequeños».

Luego…el retorno al hogar, que hallaron destruido. Cuando Ucrania fue liberada, la familia volvió a Shpitovka , su ciudad natal. «No quedaba nada. Todo estaba destruido. Nos dieron una habitación en la que vivíamos dos familias. Teníamos hambre, recuerdo durante años la sensación de hambre. Mi madre trató de ganarse la vida cosiendo. Por una prenda, recibía diez papas».

En la escuela, había una niña que día a día llevaba un sandwich y lo dejaba en el cajón de su mesa. «Parece que estaba satisfecha porque todos los días lo dejaba allí. yo pensaba que quizás se olvidaba o que quizás lo dejaba a propósito.Y los niños se peleaban, se daban golpes fuertes, para tratar de quedarse con el sandwich». Recién en 1947 fueron canceladas las tarjetas para el pan.»Y ahí, empezamos a comer mejor».

Bronislava Adolfavna -luego Kipernik, de casada- nació en Shapitovka, Ucrania, el 30 de mayo de 1934. Cuando comenzó la guerra, tenía 7 años.

«Recuerdo que comenzaron los bombardeos y nos escapamos en carretas de caballos. Mi mamá me sentó en la carreta y corría descalza atrás, porque no había lugar .No quería arruinar su par de zapatos que tanto le gustaban, que mi padre le había regalado», recuerda hoy. « Nos escondimos en una aldea vecina porque no creíamos que la guerra seguiría y que sería tan difícil. Mi padre era contador y se quedó en casa para ordenar sus documentos. Veía la situación con ingenuidad, pero en realidad, no sólo él. Todos creíamos que la guerra terminaría muy pronto».

Bronia (tal cual la llaman), logró reunirse nuevamente, junto al resto de la familia, con su padre. Todos juntos emprendieron la marcha hacia Uzbekistán, pasando hambre en el camino. «Recuerdo que un hombre estaba comiendo pan con fiambre. Lo miré tanto tiempo que finalmente me dio un trozo a mí y mi madre me permitió comerlo».

En el viaje en tren hacia Uzbekistán, en una de las paradas, su tía consiguió cambiar algo de su ropa, por un pepino y un poco de miel. Finalmente, lograron huir lejos y llegaron a una pequeña aldea, Kishlak, donde había solamente cinco casas. El padre tuvo que enrolarse y Bronia quedó con el resto de la familia, en una pequeña habitación. La madre consiguió trabajo, ella iba a la escuela y siempre…vivían con hambre. «Recuerdo hasta hoy a una niña de mi clase en Uzbekistán, que me trajo una fruta seca..y me dejó la sensación de ser muy generosa..Siempre pensé que me hubiera gustado saber qué vida tuvo y qué pasó con ella», dice hoy Brunia, a sus casi 81 años.

Por la misma sensación de hambre constante, recuerda una caminata en la nieve, un pan que cayó de un camión que pasó a su lado-»quizás nos lo tiraron»- y lo rápido y desesperadamente que lo comió, lo cual le provocó luego fuertes dolores, por la falta de costumbre.

Al finalizar la guerra, la familia volvió a Ucrania, y halló todo destruido. El padre jamás volvió, desaparecido en combate, y tiempo después, la madre de Bronia se casó con un amigo, Yasha, que había perdido a su esposa, sus hijos y toda su familia durante la guerra.

«Hoy vivo con toda mi familia en Israel, desde 1993», relata Bronia. «Para nosotros, el 9 de mayo siempre es el día más importante del año, el día de la victoria sobre Alemania. Recordamos el duro precio que se pagó por la victoria en la guerra.Y deseamos que la nueva generación, de nuestros nietos, conozca lo sucedido, lo recuerde y no lo olvide».

Bronia entregó al Museo Recordatorio del Holocausto en Jerusalem Yad Vashem, todos los nombres que recuerda de los familiares muertos durante la guerra.

Y pide, para finalizar su relato, hacer justicia también con sus orígenes: «Aunque vivo en Israel y soy judía, casi toda mi vida viví en la Unión Soviética, por lo cual para mí, todo lo bueno y todo lo malo, se asocia en mí con el lugar del que vine. Y no debemos olvidar que la Unión Soviética fue la que le ganó a Hitler. No se debe quitar a la URSS ese logro tan importante ».

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