Nota para el Museo de la Shoá de Uruguay
Escribe: David Vogel
¿Qué sería de la humanidad si perdiésemos la memoria? La respuesta es simple: una tragedia sin proporciones. Ni que hablar de los grandes episodios de la historia; pero también habría una pérdida incalculable al olvidar pequeñas historias, aquellas que marcaron la vida de unos miles, de cientos, o incluso de una sola persona. Porque, para esa simple persona, las historias que guarda en su cabeza y en su alma conforman su mundo; y ese mundo se disuelve, al borrarse sus historias. Y, afortunadamente, siempre aparecen personas que terminan siendo nuestros héroes y heroínas, dispuestas a sublevarse a la orden que “nadie deberá saber, nadie deberá recordar…”. En La copa de Leopoldstadt hay un grupo de personas que se niegan a que sus historias vayan a parar al contenedor del olvido, incineradas. Y emprenden, entonces, una indómita resistencia, tomando los mayores riesgos, que, en principio, a algunos les podría parecer desproporcionados; porque, en este caso, la historia se centra en un equipo de fútbol, el legendario Hakoah de Viena. Y creo que, al ingresar en sus mundos, en sus historias, todos terminamos convencidos de que no eran riesgos desproporcionados; pues, como dice uno de los personajes de la novela, “hubiese sido muy fácil claudicar; pudimos haberlo hecho hace dos mil años, mil, quinientos o ahora mismo. ¿Viviríamos más tranquilos? ¿Vivir sin nuestras convicciones, sentimientos, pasiones más íntimas? No podríamos resignarnos a vivir sin nuestro corazón y sangre. Yo decidí que en el pequeño mundo en que he habitado, en el micromundo del fútbol y del Hakoah, tampoco lo haré. Cada uno con la misma determinación de no arrodillarnos, de no vivir o sobrevivir la vida fácil, de pelear hasta el último aliento.” La copa de Leopoldstadt, además de estar basada en la Viena de las décadas del veinte y del treinta del siglo pasado, tiene otros de sus focos en el Uruguay que recibió a los inmigrantes que escapaban del infierno, y en la vida de estos en un nuevo país en el que, no exentos de sinsabores, sintieron “un aire de libertad como jamás imaginaron disfrutar en sus vidas anteriores en Europa”.
En mi visita a Uruguay, disfrutando como siempre de sus aires de libertad, tuve el honor de ser recibido junto a mi familia en el Museo de la Shoá de Uruguay, uno de los grandes faros de la memoria; y el honor de que La copa de Leopoldstadt pasé a nutrir su biblioteca. En el museo pude comprobar, una vez más, que no se requiere ser grande en tamaño, para serlo en trascendencia. En el espacio que ocupa, están señalados con una notable eficiencia, inteligencia y esfuerzo los principales eventos de la historia para aproximarnos al dolor, a la resistencia y a la esperanza. Pero, además de esos eventos macro, en el interior del museo se hallan pequeñas historias, recuerdos y memorias, que constituyen mundos por si mismos. Y todos, y cada uno de los nombres que vemos al final de su recorrido, nos generan tanto dolor como compromiso con ellos y con las futuras generaciones de resistirnos a la desmemoria, y a contribuir con nuestros esfuerzos para derribar prejuicios, discriminación y odios de cualquier tipo. Y agradecerles infinitamente a Rita Vinocur, a Sandra Veinstein y a quienes colaboran con ellas, por ser quienes mantienen la llama encendida de este notable e imprescindible proyecto.-