Mis abuelos nunca lo llamaron genocidio

Mis abuelos nunca lo llamaron genocidio
21 abril, 2015 administrador

Por Andrés Vartabedian. Publicado en la revista vadenuevo

CENTENARIO DEL GENOCIDIO ARMENIO 1915 – 2015

Es uno de esos números a los que se suele denominar “redondos”. Sin dudas, la visibilidad de la conmemoración será otra. El horror y el dolor de lo atroz serán los mismos. Lamentablemente, la negación del crimen y la usurpación del duelo y la memoria que ello provoca también. Veinticuatro de Abril cien años después.

 

 

 

Dos generaciones menos

Dos generaciones más.
Fechas, tan solo fechas,
yo estoy aquí, tú estabas allá.
[…] Si fueras tu nieto y yo fuera mi abuelo,
quizás, tú contarías mi historia.

Jorge Drexler

Quiera Dios que nuestros gritos se escondan bajo
las almohadas de los que no saben, de los que
saben y callan, de los que no quieren saber.

Mauricio Rosencof

1

Ser consecuencia directa de un genocidio, realmente, no es algo de lo que pueda enorgullecerme. Mis abuelos murieron sin saber muy bien lo que esa palabra significaba. Al menos, ellos llegaron a escucharla y quizá, alguna vez, a pronunciarla. Millones de seres humanos jamás sabrían que lo que estaban sufriendo, y por lo que morirían, tratando de encontrar una razón, se denominaría así: genocidio.

“La guerra”, le decía mi abuela. ¿Qué guerra?, si nunca tuvieron la posibilidad de defenderse.

Poseo algunos relatos en mi memoria, vagos. Mi abuelo casi no habló de ello en el dichoso período en que nuestros trayectos vitales coincidieron. Mi abuela repetía siempre la misma historia. O las mismas. Por lo menos, así lo recuerdo yo. “Las víctimas acaban de entrar en los límites de su desgracia: aburren”, decía Albert Camus.[1] Tal vez, en cierta ocasión, yo también lo pensé. Pero, ¿por qué mi abuelo no me contaba? Él también había sufrido. A medida que fui creciendo y fui incorporando otras herramientas de análisis, fui entendiendo más: el “refugio de lo intolerable”[2], para algunos, es el silencio. Quizá, para mi abuela, la palabra y su reiteración exorcizaban el dolor.

Mi educación se encargó de hacer lo que ellos no podían. Me enseñó la palabra que nombra lo atroz. Me intentó explicar los porqués (también aprendí que nunca hay uno solo). Me brindó la conmemoración como un lugar importante del recuerdo. Me dio fechas y nombres. Y me enseñó que el horror también se poetiza:

‘[…] Un calor tropical se eleva sobre las bellas ciudades abrasadas…
y bajo la nieve que cae con la pesadez del mármol,
la soledad de las ruinas y los muertos tiembla.
¡Oh! Oíd el terrible chirrido de los carros
bajo el peso de los cadáveres apilados
y el orar lacrimoso de los enlutados hombres,
que se extiende desde una calleja hasta las fosas comunes.
Oíd las últimas voces del delirio
en los golpes del viento que los árboles destruye.
¡Oh! No os acerquéis, no os acerquéis, no os acerquéis,
no vayáis a acercaros a los cementerios ni al mar.
Sobre las rojas aguas diviso barcos a lo lejos,
los cadáveres se amontonan sobre ellos,
y sobre las olas que de dolor se ondulan,
diviso cráneos y muslos…
Oíd, oíd, oíd
el canto de la tormenta sobre las olas del mar.
Matanza, matanza, matanza.
Oíd, oíd, oíd
el aullido desgarrador de los malditos perros
que me llega desde los valles y los cementerios,
¡Oh! Cerrad las ventanas, y también los ojos,
matanza, matanza, matanza…[3]
Siamantó[4] lloraba… y tampoco llegó a conocer la palabra genocidio.

Un millón y medio de seres humanos asesinados: caravanas interminables de personas hambrientas, sedientas y en harapos, madres ultrajadas que, a su vez, presenciaban cómo violaban, robaban o vendían a sus hijos e hijas, personas mutiladas, torturadas o asesinadas delante de sus familiares, gendarmes que arrojaban los bebés al cielo y los esperaban con sus bayonetas caladas, vejámenes de todo tipo a mujeres embarazadas… El horror se podría resumir sencillamente: “Uno de los trofeos más preciados que podía tener un turco era un collar hecho con pezones de mujeres armenias”.[5]

Hoy día sé que el ser humano y los acontecimientos que provoca son muy complejos; que este sufrimiento terrible ha sido padecido por millones y millones de individuos a lo largo de la historia; que no todo lo terrible se denomina genocidio, y que el siglo XX ha sido particularmente cruel al respecto.

Los genocidios no han reparado en religiones: han sido cometidos contra cristianos, musulmanes, judíos, budistas… No se han detenido en ideologías: han sido perpetrados tanto por regímenes de los tradicionalmente denominados de derecha como de Izquierda… No se han vinculado estrictamente al desarrollo económico de las sociedades en las que se llevaron a cabo: han sido efectuados tanto en sociedades sumamente industrializadas como en las que podrían ubicarse en un estado preindustrial, de escaso desarrollo tecnológico. Los genocidios durante el siglo XX y ‑lamentablemente- lo que llevamos del XXI, además, han sido genocidios domésticos: el Estado ha atentado contra sus propios ciudadanos en lugar de brindarles la protección que sería dable esperar.

Intento comprender. ¿Por qué tanto odio? ¿O simplemente es frío y mero cálculo? ¿Simplemente? ¿Cuánto hay de ambos factores? ¿Dónde está el límite? ¿En qué lugar de la ecuación ubicar estos términos? ¿Cómo es humanamente posible llegar a lo atroz como forma de resolver ciertos conflictos? Leo. Me informo. Estudio. No deja de doler. Esto no me preocupa. “La comprensión […] no significa negar la atrocidad, deducir de precedentes lo que no los tiene o explicar fenómenos por analogías y generalidades tales que ya no se sientan ni el impacto de la realidad ni el choque de la experiencia. Significa, más bien, examinar y soportar conscientemente la carga que los acontecimientos han colocado sobre nosotros ‑ni negar su existencia ni someterse mansamente a su peso como si todo lo que realmente ha sucedido no pudiera haber sucedido de otra manera”.[6]

¿Quién sería yo hoy de no haber sucedido? Nunca lo sabré. Esto hace a mi identidad. La profesora Anahid Balian me enseñó que “memoria e historia no son la misma cosa y en el centro de esta problemática de conocer y comprender aquellos episodios terribles y traumáticos de los armenios se halla la tensión entre la historia y la memoria, la relación entre la memoria y el olvido, la relación entre la memoria y la identidad, el problema del destino de la verdad en la memoria, y del destino de la verdad cuando se relaciona con la política”.[7] Así es que llego hasta aquí, tratando de no simplificar ni relativizar.

2

“Sufrí una gran impresión. Una nación era asesinada y los culpables eran liberados. ¿Por qué es castigado un hombre si mata a otro hombre? ¿Por qué la matanza de un millón es un crimen menor que la matanza de un simple individuo?”[8] En Malta, en la década del ’20, los ingleses habían liberado a los criminales turcos inculpados por el asesinato masivo de armenios iniciado a mediados de la década anterior, y el citado era el comentario que le merecía ese hecho a un muchacho polaco de origen judío llamado Raphael Lemkin, al que la historia, luego, le tendría reservado un lugar muy importante como jurista.

El 15 de marzo de 1921, sobre la Avenida Hardenberg de Berlín, Soghomón Tehlirián, joven sobreviviente del Genocidio Armenio, asesinó a Talaat Pashá, Ministro del Interior del Imperio Otomano durante el gobierno de los Jóvenes Turcos, uno de los principales líderes intelectuales del Genocidio. Tehlirián, que había perdido buena parte de su familia, formaba parte de la operación Némesis, organizada por la Federación Revolucionaria Armenia para eliminar a los dirigentes turcos que habían planificado el exterminio. El asesinato tuvo repercusiones a nivel mundial. El mundo entero supo de lo acontecido con los armenios durante la Gran Guerra y Tehlirián fue absuelto.

Mientras se esperaba su sentencia en Berlín, Raphael Lemkin, de 21 años, estudiante en la Universidad de Lvov, comentó el asesinato y el caso con uno de sus profesores, no entendiendo por qué los armenios no habían llevado a juicio a sus asesinos. El profesor le respondió que no había ley que se los permitiera. Le explicó: “Piensa en un granjero que tiene un gallinero. Si mata a las gallinas, eso es asunto de él. Si usted se mete, invade su propiedad”. Pero Lemkin preguntó: “¿Es un crimen que Tehlirián mate a un hombre, pero no que su opresor mate a más de un millón? Es totalmente contradictorio”.[9]

Luego de estudiar Derecho, comenzar a plantear -sin éxito- la necesidad de legislar en la materia en distintos foros internacionales, y huir de la persecución nazi, “la cruzada de Lemkin adquirió un nuevo propósito: la búsqueda de una nueva palabra. […] Quizá si lograba dar a ese crimen un nombre que tuviera connotaciones únicas y malvadas, los pueblos y los políticos harían más para impedirlo. Comenzó a pensar cómo combinar su conocimiento de derecho internacional, su meta de impedir la atrocidad y su interés lingüístico de larga data. Convencido de que era sólo la forma de empaquetar su causa legal y moral la que requería refinamiento, comenzó a buscar un término apropiado para su experiencia y la de millones. Le pondría nombre a este crimen fundamental”.[10]

La palabra que eligió -inventó- era un híbrido que combinaba el derivativo griego geno, que significa raza o tribu, con el derivativo latino cidio, de caedere, matar. La palabra, hoy reconocida por todos, usada y abusada, satisfizo a Raphael Lemkin por su brevedad, novedad y facilidad de pronunciación. Además -pensaba-, su asociación con los horrores provocados por el nazismo la harían duradera y provocaría el escozor en quienes la escucharan.

Por fin, luego de años de cabildeos, el 9 de diciembre de 1948 en el Palais de Chaillot de París, 55 delegados votaron unánimemente y la Organización de las Naciones Unidas aprobó la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio. Este proceso tendría el complemento necesario veinte años después, el 26 de noviembre de 1968, cuando la misma ONU adoptara la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad.

De todos modos, algunas de las cuestiones más importantes todavía estaban por venir. A saber, por ejemplo, pasarían cincuenta años desde 1948 antes de que la “comunidad internacional” -que de “comunidad” tiene muy poco- condenara a alguien por el delito de genocidio. Los armenios todavía esperan.

Ya casi ingresando a este nuevo milenio, la concreción del Estatuto de la Corte Penal Internacional ha renovado la esperanza en la consecución de justicia y se espera que el mismo represente, definitivamente, una nueva etapa en lo que significa la protección integral de los derechos de la persona humana.

En este 2015 se cumplen 100 años de lo atroz acontecido en el Imperio Otomano. Los armenios, o sus descendientes, en todo el mundo, aún reivindican un hecho históricamente probado pero que no ha tenido la ratificación correspondiente en el ámbito de la jurisprudencia internacional ni ha provocado que el Estado turco, perpetrador de este genocidio, reciba las penas que le cabrían.

Como lo establecen estos acuerdos internacionales, acontecimientos como los mencionados trascienden el tiempo y el espacio en el que tuvieron lugar y nos interpelan como civilización y como especie. Las demandas no prescriben y la necesidad de reparación del daño debería imponerse a los cálculos de costo-beneficio tan habituales en el tablero de las relaciones internacionales. Es un imperativo ético para la Humanidad en su conjunto.

3

A comienzos del siglo XX, los territorios de la Armenia histórica –situados al sur del Cáucaso y del Mar Negro, al este de la meseta de Anatolia y al oeste del Mar Caspio– estaban divididos entre el Imperio Otomano (Armenia occidental) y el Imperio Ruso (Armenia oriental).

A partir del año 1915, el gobierno turco-otomano liderado por los llamados Jóvenes Turcos, especialmente por el ala radical del Partido Unión y Progreso, llevó adelante la ejecución de un plan de exterminio de toda la población armenia que habitaba el Imperio Otomano.

A partir de la madrugada del 24 de abril, en Constantinopla y otras ciudades importantes del Imperio, se arrestó, deportó, asesinó o se hizo desaparecer a cientos de personalidades influyentes en el ámbito armenio, representantes de todos los aspectos de la vida pública y comunitaria.

La mayoría de los hombres armenios aptos físicamente habían sido conscriptos en el ejército. Fueron desarmados y derivados a trabajos forzosos, luego de lo cual se los separó en pequeños grupos y se los fusiló.

El resto de la población, mayoritariamente niños, mujeres y ancianos, fue deportado. Con la excusa de la guerra, se los extrajo de sus hogares y se les asignó un destino ficticio que indefectiblemente conducía al desierto y la muerte. Las víctimas que no fueron atacadas directamente durante el trayecto murieron por efecto del calor, el frío, la inanición, la falta de higiene y de cuidados básicos.

El eufemismo de “reubicación”, que mencionan académicos y políticos turcos o sus lacayos en el exterior, no tiene sustento. El desierto era el único lugar preparado para recibirlos, y la muerte era cuestión de tiempo. Ello también fue parte del plan.

La negación es casi inherente al crimen. Avanzado ya este nuevo siglo y milenio, el gobierno y diferentes sectores de poder turcos continúan ejerciendo diversas presiones para que no se conozca lo sucedido en torno al Genocidio Armenio: niegan los hechos, los tergiversan; reescriben la Historia, sostienen financieramente la nueva versión desde ámbitos académicos en varios lugares del mundo; realizan los lobbies correspondientes para que los restantes gobiernos no utilicen el término “genocidio” en leyes o decretos referidos al tema; intentan por distintas vías impedir o demorar la publicación de obras alusivas, o la producción, distribución y difusión de películas en las que se hable de ello…

Este “trabajo” político, hoy ya transformado en industria de la negación, es lo que habitualmente se conoce como Negacionismo, y es uno de los aspectos más terribles y temibles del beneficio de la impunidad que otorga el poder económico y geoestratégico de la República de Turquía. De este modo se continúa usurpando el duelo y la memoria.

En este sentido, la Profesora Deborah Lipstadt ha sostenido: “La negación del genocidio […] no es un acto de reinterpretación histórica. En realidad siembra confusión, apareciendo relacionado con un genuino esfuerzo de estudio. Aquellos que niegan el genocidio desechan la abundancia de documentos y testimonios, como inventados o forzados, o como falsificaciones o ficciones. El discurso libre no garantiza que los negadores sean tratados como el otro lado de un debate legítimo cuando no es creíble un otro lado, tampoco les garantiza a los negadores espacio en el aula o currículum, ni ningún otro foro. […] La negación del genocidio procura darle una nueva forma a la historia con el objetivo de demonizar a las víctimas y rehabilitar a los perpetradores. La negación del genocidio es la etapa final del mismo, es lo que Elie Wiesel ha llamado un doble asesinato. La negación aniquila la dignidad de los sobrevivientes y busca destruir la memoria del crimen”.[11]

4

Era 2008 y participaba de un curso sobre Holocausto y Educación en Yad Vashem -la Escuela Internacional para el Estudio del Holocausto-, en Jerusalén. Nos presentan un libro de uso escolar: la niña cumple seis años y debe comenzar la primaria. Es su primer día de clases, y concurre con su amiga polaca. El portero de la escuela saluda cortésmente a todos, a quienes además conoce de la aldea. Pero a ella la detiene; no le permite el ingreso. Ella es judía. No puede. Sus compañeros la miran desde el patio, hasta que se escucha la campana y corren a clase. Ella se va, sola. No llora. Piensa decir a sus padres que estuvo paseando. La niña retorna a su casa, ¿qué más puede hacer?

“Mamá me recibió con una sonrisa […] ‘Ven’ –me dijo– ‘Hoy empiezan las clases, los libros te esperan.’ Mamá entró conmigo al cuarto. Allí estaba papá. Sobre la mesa había una pila de libros y cuadernos. Papá me sonrió, me dio un apretón de manos y me dijo: ‘Felicidades. Hoy comienzas el primer grado en ‘nuestra escuela’… ‘¡Suerte!’ Mamá y papá fueron mis maestros en ‘nuestra escuela’ y me enseñaron a leer y a escribir”.[12]

Mi abuela murió analfabeta. En el Imperio Otomano no pudo ir a la escuela. Se escapó como parte de una familia norteamericana para la que trabajaba como empleada doméstica desde muy niña y que logró “pasarla” como parte de su grupo familiar. Ni siquiera pudo contar con sus padres ‑asesinados– para leer y escribir. No sé si ellos mismos sabían hacerlo. Lo que sí sé es que nunca pudo tener “su escuela”.

Pero la vida puede más. Y mis abuelos lograron salvarse. Ambos provenían de la ciudad de Adaná. Sin embargo, se conocieron y se casaron aquí en Uruguay. Tuvieron tres hijos, uno de ellos mi padre. Hoy, yo porto esa memoria; la que, afortunadamente, nunca se construyó sobre la base del dolor únicamente, y mucho menos del rencor. Insisto: afortunadamente. Jamás la transmisión de una palabra de odio, de un sentimiento generador de violencia; sólo el trabajo, la honestidad y el amor. Ese Amor que se puede salvar a pesar de todo. Sin discursos, sólo viviendo; sin señalar cuál es el camino correcto, sólo transitándolo. Aún lo agradezco a diario. De ellos sí me enorgullezco: soy su nieto.

5

Hoy evoco su voz, la de aquella a la que llamaban Margarita. Su nombre en Uruguay ‑el de él- era Miguel.

“Familia; mi papá, mi tío, tre tío, papá, un hermano… se fueron. Nosotro, yo, mi hermano, otro chico más, mi abola, mi mamá. Va ir, porque dejan caminar. Usté adonde camina no poede cansar, moere allá, hambre. Camino murís. Alguno tiene chiquiline y… no podía upa caminar, dolía pierna, chiquiline dejaba allá; ella se vaba, chiquilín moría solo, hambre, llora… Y todo se fueron.

Acá vineron mucho hombre… Depoés querían, querían casar, querían mujer. Entoce, todo armenio a mí dicieron que vaya para casar acá [desde el Líbano]. Yo digo: no; m’hermano no poede dejar solo, porque varón. De noche, a vece viene, a vece no venía, con amigo, con eso”.

Yo Bonosaires bajó, porque trajeron Bonosaires a mí. Quedó un año allá. Depoés, teraron m’hermano acá [Montevideo]. Depoés, m’hermana ponía: yo quiero m’hermano, extraño, este… Entoce, ella pensaron que sacar vapor, sacar eso, para mandar acá, que ve. Yo quiere quedar, queda; no quere quedar va ir Bonosaires. Y quedó”.

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[1] Citado por: TERNON, Yves, “El Estado Criminal”, Barcelona, Península, 1995, p. 104.

[2] Cfr. VIÑAR, Marcelo, “Violencia social y realidad en psicoanálisis”, en: PUGET, Janine, y KAËS, René (compiladores), “Violencia de Estado y Psicoanálisis”, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1991, p. 64.

[3] Fragmento de “Visión de muerte”, en: SIAMANTÓ, “Obras Selectas”, Ereván, Armenia, Haypethrat, 1957, p. 79 (en armenio). Traducción al español a cargo del filólogo Juan Carlos Bodukián.

[4] Uno de los poetas armenios más importantes (1878 – 1915), ejecutado por el gobierno turco-otomano junto a otros intelectuales al iniciarse el Genocidio.

[5] Declaraciones del industrial Antonio Kechichian: “Búsqueda”, Montevideo, 17 de noviembre de 1994, p. 62.

[6] ARENDT, Hannah, “Los orígenes del totalitarismo”, Madrid, Alianza Universidad, 1981, vol. I, p. 19.

[7] BALIAN, Anahid, “¿Avance?”, Montevideo, 2003, p. 2. Material inédito facilitado por su autora.

[8] LEMKIN, Raphael, “The Armenian Genocide and the Genocide Convention”, Washington, Armenian Assembly of America, 1985, con citas de la autobiografía inédita de Lemkin. En: BOULGOURDJIAN, N., TOUFEKSIAN, J.C., y ALEMIAN, C. (Eds.), “Genocidio. Estigma de la Humanidad”, Buenos Aires, Precursora, 2000, p. 45.

[9] POWER, Samantha, “Problema Infernal. Estados Unidos en la era del genocidio”, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2005, p. 49.

[10] Ibid., p. 63.

[11] DADRIAN, Vahakn, “Los elementos clave en el negacionismo turco del Genocidio Armenio. Un estudio de distorsión y falsificación”, Buenos Aires, Fundación Armenia, 1999, p. 78.

[12] MORGENSTERN, Naomí, “Quería volar como una mariposa”, Jerusalén, Yad Vashem, 1998, p. 13.

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