Andrés Vartabedian y su reflexión sobre la Shoá luego de su viaje a Polonia

Andrés Vartabedian y su reflexión sobre la Shoá luego de su viaje a Polonia
17 julio, 2023 administrador

A través de los campos de lo atroz

Un recorrido personal a través de algunos de los mojones de un viaje muy especial por Polonia -con apéndice en República Checa-, que me llevó a algunos de los lugares, ya transformados en símbolos, que reflejan lo peor de la acción del ser humano contra otro ser humano. En el marco de un aniversario tan importante como el del cincuentenario del Golpe de Estado en Uruguay, vuelvo a elegir recordar.

Por Andrés Vartabedian

Fuente: www.semanariohebreojai.com

(La nota ha sido publicada primero en Vadenuevo, revista digital, Año XV, núm. 179, julio de 2023)

 

Hace algunas semanas, realicé un viaje muy particular: un viaje académico, emocional, vinculado tanto a la historia como a la memoria, tanto individual como colectiva. Junto a un grupo de unos cuarenta uruguayos -grupo al que denominamos “Memoria y Dignidad”-, la mayoría residentes en el país, pero también llegados desde Israel, EE.UU. y Canadá, recorrí los campos de concentración, los guetos y distintos espacios de la vida judía cercenada por el régimen nazi. El viaje se concentró en distintas ciudades de Polonia: Varsovia, Cracovia, Lublin, Lodz, y en muchos de sus campos de concentración y exterminio: Treblinka, Majdanek, Auschwitz, Chelmno. Posteriormente, continué por mi cuenta hacia República Checa, ya con pretensiones más distendidas. Sin embargo, decidí que no podía abandonar completamente el eje de esa travesía, por lo que también visité la fortaleza de Terezín y el memorial de Lídice.

Siempre es bueno contar. La memoria duele, pero también reconstruye.

Uno

«Árbol truncado, mujer joven», repite nuestro guía. «Árbol truncado, mujer joven». La veo. Allí sobre la lápida. Murió joven. El nido con dos pichones, los hijos que dejó. Su esposo, marinero, lo indica el ancla.

Tal vez el cementerio no sea el mejor lugar para iniciar una recorrida que, entre otros objetivos, intenta mostrar la Varsovia judía. Sin embargo, y no contradictoriamente, es el único lugar que puede mostrar la vida antes del genocidio, la vida que fue truncada. Es casi lo único que se conserva, es casi el único lugar que puede mostrar lo que hubo: el esplendor de una vida judía centenaria de más de 400.000 personas (dentro de una población judía en Polonia de unos 3.300.000 individuos, la mayor comunidad judía de toda Europa).

Si bien muchas de las lápidas se utilizaron para pavimentar calles, no fueron todas, ni siquiera la mayoría (Varsovia era capital, ya estaba pavimentada; en otros sitios, la suerte no fue la misma), por lo que aún se conserva buena parte de lo que había originalmente (algunas conservan los disparos de ciertas redadas alemanas buscando judíos escondidos). El cementerio comenzó a funcionar en 1806.

Allí también se puede comprobar que las clases sociales no son solo una categoría de análisis o, como algunos sostienen, un recuerdo trasnochado de ideologías ya perimidas. Los pobres del gueto tienen fosas comunes, ni espacios propios en la tierra, ni lápidas, ni símbolos sobre ellas.

Del resto de la vida judía en Varsovia, ni siquiera quedan los restos. Ni siquiera grandes restos del gueto donde fueron encerrados; solo tres edificios, uno de ellos -del que se conserva únicamente su base- utilizado como paredón de fusilamientos. Del puente que unía el gueto chico con el gueto grande (un puente para que la vida del resto de la sociedad no fuera interrumpida por el pasaje de los judíos que debían salir a trabajar para el régimen) solo permanece el lugar donde se construyó. Allí hay un recordatorio artístico que recrea su altura y cruza con luces la calle en la que estaba situado.

«¿Dónde están tus antepasados?», le preguntaron a un judío que vino de visita a Polonia a conocer su lugar de origen. «En la tierra», les respondió (sin referirse, por supuesto, únicamente al cementerio). Están aquí, aunque sus restos materiales hayan sido destruidos. Pienso en los armenios visitando la Turquía actual e intentando rastrear la vida de sus antepasados en el Imperio Otomano. ¿Dónde están? Están en la tierra. De cualquier modo, de todos modos, están en la tierra.

«Desde mañana estaré triste, desde mañana.

Pero no hoy. Hoy estaré contento.

Y cada día, por más amargo que sea, diré:

desde mañana estaré triste, pero no hoy». (Frase de un niño judío de 10 años, encontrada en el gueto de Varsovia).

Dos

Aquel día escribí: Hoy estuve, por primera vez, en Majdanek, un campo multipropósito ubicado a 10 minutos de la ciudad de Lublin. La ciudad se ve, desde el campo, como al alcance de la mano. Todavía, con Majdanek, los campos no intentaban esconderse. Todos sabían lo que pasaba allí.

Majdanek fue un campo de trabajo, de tránsito, de almacenamiento, de concentración y de exterminio. Por allí no solo pasaron judíos, primeramente lo hicieron prisioneros políticos y prisioneros de guerra (algunos judíos pudieron haber llegado allí en condición de tales y no por el hecho de ser judíos).

En total, entre setiembre de 1941 y julio de 1944, pasaron por Majdanek unas 500.000 personas, de 28 países y 54 nacionalidades, de las cuales unas 360.000 fueron asesinadas.

En Majdanek, por ejemplo, se hacía el almacenamiento y la selección final de todos los objetos robados a las víctimas, previo a su envío a Berlín. Todo era propiedad del Estado.

Hoy estuve, por primera vez, en las barracas de quienes trabajaban forzadamente en el campo. Hoy estuve, por primera vez, en las duchas que engañaban a los/as prisioneros/as. Hoy estuve, por primera vez, en una cámara de gas. Hoy estuve, por primera vez, enfrente a los hornos crematorios. Hoy vi, por primera vez, las fosas comunes…

Hoy entiendo lo atroz menos que ayer.

 

 

Tres

Chelmno fue el primer campo de exterminio nazi donde se utilizó gas -al comienzo no fue el tristemente famoso Zyklon B- para exterminar a gran escala (). Fue creado para servir como centro de exterminio de los judíos del gueto de Lodz (la ciudad a 75 km del campo, una de las tres más importantes de Polonia), así como los de toda la región de Warthegau. Entre ellos, gitanos, polacos y prisioneros de guerra soviéticos. En total, unas 320.000 personas fueron asesinadas en Chelmno.

El pueblo de Chelmno poseía un palacio al que llegaban los deportados. Allí se los hacía dejar sus objetos personales, se los hacía desnudar (hombres, mujeres y niños juntos, ¿logra reparar el lector en lo que esto implica?), se los engañaba con el lamentablemente famoso «baño» para que, luego, llegaran hasta el camión donde eran asesinados con monóxido de carbono, al encender el motor. Aproximadamente, unas 50 personas por vez. La racionalidad nazi tenía previsto que el lapso en el que los encerrados morían permitía la llegada del camión hasta cierta zona del bosque cercano, ubicada a unos 4 km del palacio. Allí estaban ya cavadas las fosas comunes donde los cuerpos serían arrojados.

Chelmno funcionó en dos períodos: entre diciembre de 1941 y marzo de 1943, y entre junio de 1944 y enero de 1945, ya con hornos crematorios. Hoy se ve, y se escucha, con la misma calma de bosque en la que se arrojaban los cuerpos a las fosas, sumiéndolos casi definitivamente en el anonimato. Con el tiempo, los nazis decidieron no dejar rastros del lugar, por lo que comenzaron a desenterrar e incinerar esos cuerpos.

Las largas fosas comunes, entre la grava y el verde, están allí para el que desee asumir su significación, apenas marcadas por piedras en los bordes y varios monumentos que le restan el peso de la nada al lugar. Hay quienes pueden pasear en bicicleta por allí. Al predio, dentro del bosque, se puede ingresar por dos sectores perpendiculares. Alguien puede sostener: ¡la vida sigue! En mi cabeza queda dando vueltas la imagen de las bicicletas. Entre los paseantes, un niño.

 

(A quien le sea posible, vea el comienzo de Shoah, la gigantesca película de Claude Lanzmann. Allí encontrará unas imágenes y un testimonio que dicen, y afortunadamente continuarán diciendo, mucho mejor que yo de qué se trata todo esto).

Cuatro

Un alto oficial nazi, uno de los organizadores de las políticas de exterminio, Reinhard Heydrich (tercero en la estructura jerárquica encabezada por Hitler), había muerto producto de las heridas que le provocara un atentado contra su vida llevado a cabo por la resistencia checa. La represalia fue furiosa, salvaje, sin miramientos ni piedad; aleccionadora, desde la mirada alemana.

La aldea de Lídice (Checoslovaquia, en aquel entonces), por sospechas -ni siquiera fue necesaria la certeza- de haber refugiado a colaboradores en el asesinato, fue llevada a cero. Directamente, dejó de existir. Hasta los cuerpos del cementerio exhumaron, robaron -sí, hasta los dientes de oro les sacaron- y luego destruyeron. En la noche del 9 de junio de 1942, los nazis cercaron el pueblo y apresaron a toda su población, unas 500 personas. A partir de la madrugada del 10, los hombres fueron ejecutados; las mujeres fueron trasladadas a un campo de concentración; los niños, ya huérfanos o separados de sus padres, fueron directamente gaseados con monóxido de carbono. Fue en Chelmno, dentro de los camiones que servían de cámaras de gas. Las casas y edificios del pueblo, destruidos hasta sus cimientos. Incluso los animales de trabajo y las mascotas fueron asesinados. Posteriormente, se mandó cubrir el área que la aldea había ocupado con tierra vegetal y cultivos.

Nadie recordaría que allí había existido la vida de Lídice. Hasta la memoria de su nombre borrarían: algunos niños y niñas fueron elegidos/as para ser arianizados/as: su identidad pasaría a ser otra. Nadie recordaría ese lugar.

Sin embargo, la memoria es porfiada y los lugares, monumentos, homenajes, que evocan aquella masacre y que nombran una y otra vez a aquel pueblo, se multiplicaron, y se multiplican, por todo el mundo.

El monumento, en cobre, a los 82 niños y niñas asesinadas en aquellos camiones de lo atroz, hoy se erige en nombre de todos y todas los que perecieron y perecen a manos del totalitarismo. Una joya de la escultura memorialista, comenzada por Marie Uchytilová (entre 1969 y 1989) y finalizada, luego de su muerte, por su esposo Jiří Václav Hampl en el año 2000. Cada uno, cada una, posee su propio rostro, su propia estructura física, su propia mirada, la que se dirige en varias direcciones. Es un lugar único, y su contemplación, un momento imborrable. Giré a su alrededor, tomé fotos desde todos los ángulos, me senté a observarlos… Trataba de entender y, otra vez, no podía. Aprehender lo atroz parece imposible. Ellos y ellas continúan interpelándonos.

Hoy, allí, todo es paz, silencio, naturaleza… El memorial es un lugar para el recogimiento, para la reflexión sobre lo que hemos sido capaces, para afirmar la necesidad de la memoria… Es un lugar lleno de vida, para alimentar la vida. Justamente, un lugar inolvidable que, por lo mismo, cumple con su cometido de alejar y combatir el olvido.

Ah… el pueblo de Lídice volvió a crearse, se ubica al costado de lo que fue el antiguo predio arrasado y hoy transformado en impresionante memorial. Lídice vive, y no solo en la memoria.

 

 

(Marcelo Fernández Pavlovich y Gustavo Faget son autores y coordinadores del libro «Lídice. Memoria, espacio público, acción política. Y otras memorias subalternas», el que da cuenta de buena parte de esta historia y este legado. Tuve la fortuna de que me invitaran a participar de ese valioso trabajo para hacer referencia al vínculo entre memoria armenia y espacio público en el Uruguay).

 

Cinco

 

“Entonces, por primera vez, nos damos cuenta de que nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre. En un instante, con intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse. No tenemos nada nuestro: nos han quitado las ropas, los zapatos, hasta los cabellos; si hablamos no nos escucharán, y si nos escuchasen no nos entenderían. Nos quitarán hasta el nombre: y si queremos conservarlo deberemos encontrar en nosotros la fuerza de obrar de tal manera que, detrás del nombre, algo nuestro, algo de lo que hemos sido, permanezca”. (Primo Levi – Si esto es un hombre)

Auschwitz es Auschwitz I, II y III. Fue un enorme complejo de campos de concentración, de trabajo y de exterminio, formado por 3 campos principales y unos 45 subcampos de trabajo que eran administrados como una unidad. (Lo que conocemos como Auschwitz, de acuerdo a lo que hemos “aprendido” a través del cine, es Auschwitz II o Birkenau).

Auschwitz I es el campo original (20/05/1940 a 27/01/1945), el del famoso cartel “Arbeit macht frei” (“El trabajo libera”), aunque no era el único lugar donde se encontraba ese mensaje (en Terezín también lo vi, por ejemplo). Este primer campo, el original, luego ampliado, se construyó en el predio de un antiguo cuartel del ejército polaco. Entre 1940 y 1942 el grupo étnico predominante allí fue el de los polacos; esto fue variando hasta que los judíos tuvieron una relación de 3 a 1 respecto a polacos y otros grupos. Allí funcionó la administración del campo, funcionaron almacenes, lavanderías, una sala de música, una biblioteca y hasta un prostíbulo, cámaras de desinfección, clínicas médicas donde se realizaban los experimentos con seres humanos, etcétera. También una cámara de gas y un crematorio.

Auschwitz II-Birkenau (2,5 km x 2 km, para que tengan una idea de sus dimensiones), construido a 3 km del campo original, fue un campo de trabajo forzado -de concentración- y de exterminio, a la vez. El más grande de todos los campos creados en Polonia, el principal centro designado para el asesinato de judíos: entre 1.000.000 y 1.100.000. Allí funcionaron muchas de las cámaras de gas y hornos crematorios de los que hemos sabido. En octubre de 1941 se construyó, en marzo de 1942 comenzó a funcionar, y el 24 de noviembre de 1944, las propias SS destruyeron las cámaras de gas en un afán de ocultar sus crímenes. De las 97.000 personas que se previó “alojar” al mismo tiempo, en un primer momento, se llegó a las 200.000 en el apogeo de la política de exterminio. Aquí fueron asesinados, también, la mayor parte de los gitanos -roma, sinti- apresados. El lugar ha perdido buena parte de su estructura edilicia debido a su construcción, en tiempo récord, con materiales de menor calidad y en una zona pantanosa y sujeta a fuertes vientos. Hoy se hacen trabajos para conservar los barracones sobrevivientes, para que puedan seguir dando testimonio de lo atroz.

Tanta gente, tantos pasos, tanta vida arrebatada, intenté imaginar el movimiento allí, los grupos yendo y viniendo, las barracas heladas, atestadas de gentes sufrientes… Tanta lectura, tanta película vista… Es casi imposible, de todos modos. Desde este lugar de privilegio en el que me encuentro, es muy difícil. Las dimensiones del horror son insondables. Muchos me preguntan si sentí la energía de tanto sufrimiento y tanta muerte y, la verdad, no puedo mentir: no la sentí. En mi caso, esos lugares cobraban vida escuchando los testimonios que nos leían o cuando alguno de mis compañeros de grupo tomaba la palabra para dar cuenta de lo vivido por sus familiares. Allí dejaba de percibir el vacío.

Auschwitz III-Monowitz fue un campo específicamente de trabajo, de trabajo esclavo, sobre todo para la IG Farben (conglomerado alemán de compañías químicas: Bayer, AGFA, BASF, entre otras; ¿les suenan?), que producía varios de los productos más importantes de la economía alemana en aquella época de guerra; entre los más básicos: combustibles líquidos y caucho sintético. Comenzó a funcionar en octubre de 1942 y en su punto cúlmine llegó a albergar unos 11.000 hombres y mujeres (sobre todo hombres). Cuando los prisioneros explotados se encontraban debilitados y/o enfermos, se los asesinaba -básicamente en Auschwitz I y en Birkenau, en las cámaras de gas o a través de inyecciones de fenol- y se los cambiaba por otros recién llegados, que estuvieran sanos y fueran fuertes. Desde noviembre de 1943, el resto de los subcampos “industriales” estuvieron sujetos a Monowitz.

Esta zona industrial fue la única bombardeada por los Aliados entre agosto y setiembre de 1944, sobre todo por las refinerías de combustible ubicadas allí. Ni las instalaciones de exterminio de Birkenau, ni siquiera las vías férreas que conducían allí corrieron la misma suerte; se decidió no hacerlo. Aún cuesta entenderlo.

Aquel día de mi visita, escribí que no sabía qué decir después de ella, ni si tendría sentido decir algo. Más allá de la conmoción inicial, el imperativo ético se impone: siento que no puedo ni debo dejar de compartir esta experiencia.

 

 

Seis

Las mujeres y las niñas y niños fueron trasladados en camiones, los hombres caminaron. Tykocin es un pueblo a 7 km del bosque de Lopuchowo. Hicimos el mismo trayecto que ellas, pero en ómnibus. Posteriormente, caminamos los mismos 800 metros finales que cada uno de ellos y ellas caminó. Llegamos a las fosas comunes. Nosotros estamos de visita, el día es soleado y nada nos va a pasar. Aquí yacen más de 2.000 de los habitantes judíos de aquel pueblo, alrededor del 50% de su población total.

Aquellas personas tuvieron que abandonar su comarca, vieron alejarse las últimas casas -una parte de ellas les correspondían-, pasaron por el cementerio y continuaron hacia el bosque. El verde del campo, probablemente, contrastara con la muerte avecinada. Era 25 de agosto. Era 1941. Posiblemente, vieran labradores polacos a su paso. Algunos de ellos se quedarían con sus pertenencias. Nos aproximamos al bosque. Los árboles son muy altos, finos y altos.

Los habían obligado a reunirse en la plaza del mercado, aquella mañana. El mismo mercado que representaba el punto de encuentro habitual entre católicos y judíos. Se encontraba a medio camino entre la iglesia y la sinagoga, lugares en torno a los cuales residía la población del lugar -unas 5.000 personas-, dividida en dos comunidades claramente establecidas. Aunque, por ley, la sinagoga no podía ser más alta que la iglesia, ambos edificios aún se conservan y lucen portentosos, majestuosos. La diferencia de altura es mínima. Desde el siglo XVI vivían judíos en el pueblo, uno muy conocido, por otra parte, por fabricar y vender unos “talit” muy preciados (el talit es una especie de chal que se utiliza durante el servicio religioso judío; al momento de leer la Torá, por ejemplo). Desde toda Europa, y más allá, llegaban a Tykocin en busca de esta prenda singular. Hasta hoy se pueden encontrar talit de Tykocin en buena parte de las sinagogas existentes.

Aquel día (aquellos días, porque la masacre continuó al día siguiente con los ancianos y enfermos que no pudieron presentarse ese 25 de agosto), la policía polaca colaboró con los Einsatzkommando (funcionarios de las SS y la Gestapo) en detener a todos los judíos que les fue posible. Les engañaron diciéndoles que serían trasladados a uno de los guetos ya creados cerca de allí. En su lugar, resolvieron trasladarlos hasta el bosque de Lopuchowo y asesinarlos uno por uno. En diferentes tandas, cada oficial nazi caminó junto a uno de los habitantes de Tykocin aquellos últimos 800 metros y le disparó en la cabeza. Luego, volvió a buscar a otro. La frecuencia de los grupos que se trasladaban hasta el lugar elegido fue de unos 10 minutos. Fueron alrededor de 1.400 personas. El guía nos dice: “si alguien de mi familia fue uno de los asesinados aquel día, lo único que deseo es que haya formado parte de la primera tanda”. Ese es el único momento en que las fosas se encontraban aún vacías y los disparos aún no habían sido escuchados desde el claro en el bosque en el que el resto esperaba.

Cada uno de nosotros ingresa al bosque con una hoja de datos de alguna de las víctimas de aquella jornada. De algunas de ellas se ha podido obtener su fotografía. Nos acercamos a las fosas comunes, alguien canta una canción, alguien dice una oración, leemos los datos personales que nos correspondieron. En mi caso, es una adolescente. Digo su nombre y su apodo. Cuando finalizo la mención, se me cruzan todos los que nos faltan: los judíos de Tykocin, mis abuelos sobrevivientes armenios, todos los que no lo lograron, tantas víctimas de tantos crímenes de lesa humanidad, nuestros desaparecidos… Me surge levantar su foto y decir “¡Presente!”. Hay silencio. Alguien toma una foto.

 

 

Siete

Hace unos meses visité el “300 Carlos”, también conocido, lamentablemente, como “Infierno Grande”, “El Infierno” o “La Fábrica”. Una vez al mes, el Museo de la Memoria organiza un recorrido por el lugar. No tengo fotos propias de mi visita. Créase o no, las fotos están prohibidas allí. Aún trato de entender por qué; no solo por qué están prohibidas, sino también por qué la sociedad y el Estado uruguayos permiten esa proscripción.

Para quienes no saben qué es el “300 Carlos”, les cuento: es uno de los lugares clandestinos de detención que utilizó la dictadura civil-militar para reprimir, torturar y hacer desaparecer personas opositoras al régimen. Funcionó durante casi dos años, entre 1975 y 1977, en el Servicio de Material y Armamento (S.M.A.) del Ejército, ubicado en Avda. de las Instrucciones y Cno. Casavalle, predio contiguo al Batallón de Infantería N.° 13, en el que, no por casualidad, fueron hallados los restos de Fernando Miranda y Eduardo Bleier.

El día gris, ventoso, lluvioso, le otorgó una carga especial a la visita. Quizá fue solo el efecto de cierta sugestión artística, pero se sumó al gris de la condición humana que fue capaz de causar tanto dolor, tanto sufrimiento. Y el frío no fue solo simbólico, se sintió en el cuerpo. Un cuerpo que, junto a otros, escuchaba atentamente el testimonio en primera persona de Rodolfo Porley, uno de los sobrevivientes del “Infierno Grande”, al igual que el del antropólogo Octavio Nadal, quien fuera integrante del Grupo de Investigación en Arqueología Forense entre 2005 y 2015, parte del equipo que encontrara aquellos restos óseos.

A ese gris se sumaron las condiciones en las que se efectúa el trayecto de memoria: oficiales y soldados acompañan cada instancia del trayecto, cada detención los tiene allí, detrás de nosotros, escuchando cada palabra. (¿Qué pensarán?, me pregunto. A los jóvenes soldados que no superan los 20 años, ¿qué les habrán dicho sobre esto?, ¿qué historia les habrán contado sobre lo allí sucedido?). En cierto momento, nos encontramos flanqueados. Como estableciendo un perímetro, cuatro soldados forman un cuadrado, ubicándose cada uno en un vértice, mientras la ronda escucha los testimonios. Me hace pensar en aquello de una “democracia tutelada”. ¿Es así todavía? A veces ni siquiera puedo dudarlo. Me siento extraño, algo perturbado.

El galpón número 4 de ese recinto del S.M.A. al que pude acceder, fue reconocido por muchos testigos, víctimas, sobrevivientes, como el lugar al que se los llevaba secuestrados, en el que se los vejaba, se los torturaba, se los humillaba. Es un espacio de 30 a 40 metros de largo por 15 metros de ancho, que se encontraba dividido en sectores en los que se practicaban diferentes formas de tortura. -existieron decenas de métodos diferentes-. Del lugar, a partir de los testimonios recogidos, algunos detenidos recuerdan, entre otras cosas, el suelo de hormigón con pozos tapados, ventanas contra el techo, un entrepiso con salas de interrogatorios al que se accedía por una escalera también utilizada como instrumento de tortura…

17 son los escalones que refieren las víctimas. El 17 es “la desgracia”, para los quinieleros; morbosa coincidencia. 17 escalones que pude subir sin apremios, sin apuros, sin golpes ni insultos, sin tener siquiera la capacidad de imaginar lo que pudieron haber sentido aquellas gentes. Con los ojos vendados o enteramente encapuchados, contarlos era la única manera de no tropezar y caer; también, infiero, pudo haber sido una forma de prepararse para lo que venía, la cuenta regresiva a una nueva ronda de padecimientos. A través de cada una de las puertas del entrepiso al que conducían, se ingresaba a una nueva forma de tortura. “¿Cuál tocaría esta vez?”. Esos 17 escalones contados fueron una de las formas de confirmar, por parte de la Justicia, que sí, que ese era el lugar al que hacían alusión los testimonios, que ese era el galpón utilizado como centro de reclusión.

En ese galpón, hoy en día se realizan trabajos: el Ejército confecciona los trofeos y medallas para su fuerza. “Trofeos” en ese lugar… irónico, ¿no? De acuerdo a quienes han visitado el predio más de una vez, las máquinas en el galpón se han incrementado. Me pregunto, les pregunto: ¿por qué? ¿Por qué se permite que un lugar declarado Sitio de Memoria en 2019 continúe siendo alterado? Las máquinas aumentan, un muro de bloques ha dividido, hace años, el galpón original, los cuartos utilizados para los apremios se encuentran deteriorados, con incorporación de maquinaria vieja, con polvo sobre polvo, desechos sobre desechos, en algunos lugares el cielo raso comienza a caerse, algunos vidrios están rotos… Incomprensible para mí. Esto sin hablar de lo que podría dar cuenta la arqueología de la arquitectura, que considera a los edificios como un documento histórico, una fuente de primera mano, y que, en este caso, podría decir mucho de las estructuras creadas sobre las estructuras originales. Una nueva muestra de la ausencia del Estado en esta materia, de su histórica falta de compromiso con esta causa de derechos humanos, de su histórica omisión en materia de delitos de lesa humanidad de los que fue arte y parte.

La ley 19.641, de “declaración y creación de Sitios de Memoria Histórica del pasado reciente”, en su artículo 3, refiere: “La declaración y creación de Sitio de Memoria Histórica consagra el recordatorio y reconocimiento de aquellos lugares donde las personas víctimas de terrorismo o accionar ilegítimo del Estado sufrieron violaciones a sus derechos humanos por motivos políticos, ideológicos o gremiales y que son utilizados como espacios abiertos al público para la recuperación, construcción y transmisión de memorias, así como forma de homenaje y de reparación a las víctimas y a las comunidades”. Un elemento más para no entender.

En el “300 Carlos” se produjo la desaparición de Eduardo Bleier Horovitz, Juan Manuel Brieba, Fernando Miranda Pérez, Carlos Pablo Arévalo Arispe, Julio Gerardo Correa Rodríguez, Otermin Laureano Montes de Oca Doménech, Elena Quinteros Almeida y Julio Escudero Mattos.

Rodolfo Porley los recuerda nombrándolos uno por uno. Decimos “¡Presente!”, una vez más.-